Que ‘pinganillo’ haya sido la palabra más frecuente en los titulares de la información política a lo largo de esta semana parece algo obvio, aunque resulte preocupante. Cuando las cajas de ahorro se tambalean, cuando el Gobierno ofrece signos de muy escasa coordinación interna, cuando la desconfianza llega hasta el punto de que resulte creíble que el Ejecutivo pueda negociar el mantenimiento de una central nuclear a cambo de que los sindicatos acepten su reforma de pensiones, entonces va y resulta que lo más comentado de la semana es el ‘pinganillo’. Horrible palabro que se refiere, claro, a los auriculares que Sus Señorías los senadores debieron utilizar para escuchar la traducción simultánea al español –así creo que es lo correcto, no ‘al castellano’— cuando sus colegas hablaban en euskera, gallego o catalán. Así que, con su ya clásico verbo entre excesivo, airado y florido, José María Aznar pudo tronar este viernes, ahora en Sevilla, inaugurando la magna convención del PP que se clausura este domingo, que España “no está para bromas ni para pinganillos”. Una redundancia, vamos, porque si lo de los ya célebres artefactos en las senatoriales orejas no era como una broma pesada, que venga Dios y lo vea.
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Sí, yo he sido uno de los que, con escasa acritud pero firmemente convencido de lo que digo, he criticado en columnas y tertulias la utilización en sede parlamentaria central de una traducción simultánea que es obvio que resultaba perfectamente innecesaria. Y lo innecesario, cuando se solemniza, se queda en algo ridículo. Pero no menos he criticado algunas de las reacciones, nacionalistas y socialistas, ante las críticas al uso del ‘pinganillo’; no me creo parte de la derechona jacobina por denunciar los excesos abusivos en la Cámara Alta. Ni tampoco pertenezco, pienso, a la izquierda radical cuando digo que es ridículo acusar a partido político alguno de la agresión salvaje a un consejero murciano, acusación que he podido escuchar de acreditados labios de gentes del PP contra los adversarios socialistas. Y eso es lo peor de todo: aquí, o te sitúas en un bando, o te colocan en el contrario, porque, por lo visto, no caben soluciones independientes; triste país aquel en el que hay que explicar lo obvio. Curiosa nación aquella que critica la inutilidad del adminículo en la oreja del Senado, y no la inutilidad del Senado mismo.
En este panorama radicalizado, crispado, antipático, se clausura este domingo la mentada convención del PP, tan tonantemente inaugurada el viernes por un Aznar que parece el encargado de dar los gritos escandalosos que luego Mariano Rajoy procura matizar. ¿Matizará este domingo en su intervención estelar, dicen que ante tres mil invitados en la capital hispalense, eso del ‘Estado inviable’ que dijo su antecesor, refiriéndose a la marcha de las autonomías? Reconozco que Rajoy –no así alguno de sus adláteres—, por su temperamento moderado, me produce bastante confianza, ya que no entusiasmo, sentimiento que me parece que el líder del PP ni es capaz de inspirar a nadie, ni posiblemente lo pretenda. Sí creo que sabrá templar algo –algo—el proceso en el que estamos embarcados y, luego, tender la mano al gran pacto inevitable cuando le llegue el momento. Pero no ahora, me temo; suenen redobles de tambores de guerra preelectoral, y este domingo se da el pistoletazo de salida. Ni bromas, ni pinganillos, advierte la voz metálica de Aznar: es el momento de la carrera hacia las urnas, y parece que todo lo demás puede esperar. ¿Podrá verdaderamente esperar todo lo demás?
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