Muchas veces repito que no sé qué tiene que ocurrir en Cataluña para que la parte de los catalanes que simplemente no quieren que siga este estado de cosas estalle. No sé si son el cincuenta y uno por ciento, o el cuarenta y ocho, que esto de las encuestas ya se sabe que es, como las veletas, cambiante en función de la coyuntura: solo sé que, hace apenas cinco o seis años, el porcentaje de independentistas no pasaba del 15 por ciento y que a un servidor Artur Mas le vino a decir, no hace ni una década, que el independentismo era ‘retrógrado’, creo que puedo citar textualmente. Y ahora, el líder de la ‘independencia to be’, Artur Mas, se enfrenta a los tribunales por haber presuntamente organizado aquella consulta secesionista del 9 de noviembre de 2014. Y allí estará, este lunes, en los juzgados, arropado por miles de personas que lanzarán gritos contra ‘la justicia de Madrid’ y, claro, a favor de la independencia: habrá entre los manifestantes funcionarios que ese día hagan ‘moscosos’, profesores absentistas de sus puestos de trabajo y estudiantes universitarios huidos de las aulas.
Lo que no habrá, en la acera de enfrente, serán contramanifestantes que pidan, al menos, una cierta normalización de la vida política en esa Cataluña que, oportunismos judiciales o no, tan sujeta ha estado a la corrupción oficial desde los tiempos del primer Pujol en la oposición al franquismo hasta prácticamente ayer mismo.
Quienes me conocen saben que estoy en contra de la judicialización de la vida política, a favor de un trato especial autonomía por autonomía, reforma constitucional para declarar a Cataluña ‘nación dentro de la nación española’ e incluso la celebración de un referéndum, constitucional por supuesto, dentro de lo que significa el artículo 152.2 de la Constitución que, desde luego, no es un referéndum independencia sí-independencia no. La verdad es que cada día estoy menos seguro de que los negociadores Soraya Sáenz de Santamaría y Oriol Junqueras puedan encaminarse en algún momento por esta vía ‘intermedia’, que tan poco gusta tanto en los ambientes más ‘duros’ de Madrid –hay que ver cómo están las redes sociales– como en los más ‘irredentos’ de Barcelona. Pero es lo que hay, y me resisto a certificar el fracaso de la ‘operación diálogo’, que ni siquiera ha comenzado de veras. Porque si esta operación fracasa, el choque de trenes, tan anunciado desde hace un par de años, se producirá sin remedio. Y con todos nosotros, a uno y otro lado del Ebro, en los vagones de uno de los dos ‘aves’, que se dirigen a toda velocidad uno contra otro.
No acabo de entender cómo es posible que los partidos nacionales, que llegan como llegan –y no todos llegan del mismo modo, claro—a sus respectivos congresos, no han lanzado ya un programa coherente y coordinado de actuación en Cataluña. Más bien, se trata de poner sordina al tema catalán, como ya ocurriera en la pasada Conferencia de presidentes autonómicos. De Cataluña, mejor no hablar, al menos oficialmente: basta con apelaciones genéricas a la unidad, al sentido común, a la obediencia a lo que diga el Tribunal Constitucional o a la aplicación de ese artículo 155 que, si usted lo lee bien, no dice nada con sustancia.
Y así estamos certificando el cada día mayor alejamiento de los catalanes-manifestantes de los catalanes-mayoría silenciosa, que buscan alguna señal inteligente ‘desde Madrid’ a la que poder aferrarse. Y estamos ahondando, haciendo intransitables, claro, los seiscientos kilómetros de distancia entre la plaza de Sant Jaume y la Puerta del Sol. Gravísimo. Solamente la sociedad civil, esa que pretende organizarse en grupos mínimos entre los catalanes disconformes con la deriva loca de la Generalitat, podría solucionar esta situación. Pero son grupos, ya digo, mínimos: hay miedo. Los medios, los intelectuales, los colectivos profesionales, el mundo de la economía, esos catedráticos con los que uno hablaba hace dos semanas y le expresaban sus aprensiones ante lo que viene, han de levantarse y hablar. Y encontrar comprensión en los cenáculos y mentideros madrileños, que no entienden que nada puede volver a ser como en los momentos en los que Tarradellas regresaba, con Adolfo Suárez en Madrid, a la Ciudad Condal desde el exilio. Se han cometido errores de bulto por ambos lados y han sido errores que llevan casi cuarenta años prolongándose.
Lo de este 6 de febrero a la puerta de los juzgados no puede repetirse. Estuve en Barcelona aquel 9 de noviembre, recorriendo las colas para depositar una papeleta inútil en urnas de cartón y escuchando a la gente que quiso hablarme, que fue mucha. Luego, Rajoy dijo que ‘apenas’ dos millones y medio habían acudido a esas urnas falsas, y apeló a que la mayoría silenciosa, los otros tres millones y pico que no habían votado, estaba con las tesis del Gobierno central. No lo sé, quién podría saberlo. Lo que sí sé es que, ahora mismo, ni a los independentistas ni a quienes no quieren serlo, ni a los indiferentes mas pasivos, les gusta esta situación.
Un ex presidente al que admiré me dijo un día que daba gusto gobernar a los españoles, que todo lo aceptan…hasta que estallan, y entonces, me decía aquel presidente, ya fallecido, se producen las grandes tragedias. Aquel presidente, Adolfo Suárez, fue capaz de llevar adelante con realismo el desafío que significaba el regreso de Tararadellas y cuanto eso comportaba.
Claro que ahora no están ni Suárez, ni Tarradellas, ni González, ni Carrillo, ni Fraga. Y todavía hay quien quiere cargarse la memoria de aquella transición, de la mejor transición. Solo nos queda, ya digo, la sociedad civil, que se levante y proteste. Antes de que todo, tren contra tren, se haya consumado.
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