No lo he contado nunca, pero hoy tengo que escribirlo: cuando ETA decretó la mal llamada tregua, hace algo más de un año, una hija me llamó llorando de emoción. Había pasado demasiado tiempo desde que el coronel de la Guardia Civil del centro de Tres Cantos nos alertó a mi mujer y a mí del hallazgo de un papel incautado en un piso de la banda, en la que se mostraba que nos habían hecho un seguimiento. Jamás quise el victimismo, aunque Mayor Oreja, entonces ministro, me aconsejó una cierta vigilancia. Nunca creí que alguien tan pequeño como yo pudiese servir a los intereses de la banda infame. Pero la tranquilidad familiar sólo regresó con esa segunda tregua, que no sé si era trampa o no. Y ahora…
Y ahora, esto. La tristeza es infinita, no ya por miedo personal, –¿quién está a salvo de la locura?– sino por el desaliento colectivo. Me equivoqué, acaso, en mi optimismo. Lo hemos hecho mal todos: el Gobierno, malinterpretando los mensajes y no consultando, informando y consensuando; la oposición, ya se sabe: utilizando este asunto como munición electoralista, aferrándose al ‘no’, tapando salidas inevitables (la negociación). Los medios…qué quieren que les diga del papel que hemos jugado, estamos jugando, los medios en general y algunos periodistas en particular, ciertos de nosotros demasiado aferrados a las tesis de los partidos, de esta clase política que acaso ya no merecemos. Algunos líderes sociales, utilizando el combate al terror para hacer partidismo descarado. Y la sociedad, en general, a quien menos se puede culpar, claro, manteniendo un silencio demasiado espeso, que no me atrevo a calificar como el silencio de los corderos.
Lo siento, es lo primero que me sale leyendo y escuchando las primeras reacciones, viendo cómo el presidente no salió ayer a explicarnos las cosas por no sé qué compromisos con no sé qué televisión que le chantajea exigiendo exclusividad. ¿Será todo ello posible?
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