Dice la ministra portavoz del Gobierno español, Isabel Rodríguez, que “la Constitución no se negocia: se cumple”. Una de esas frases vacías, muestra de la política testicular del ‘aquí-se-hace-esto-porque-a-mí-me sale-de’ que tanto practicamos por estas lindes. Y una frase que, para colmo, evidencia un severo error político: solo con una reforma profunda de la Constitución, negociada al más amplio nivel posible, podrá el país recuperar una cierta tranquilidad y racionalidad. Y se pondrá fin a una crispación y a una incertidumbre que duran ya demasiado y cuyos efectos son devastadores.
La frase de la ministra está enmarcada en el rechazo del Gobierno a negociar una renovación del poder judicial según la fórmula propuesta por el Partido Popular, para que sean los jueces quienes, en su totalidad, elijan a los magistrados del Consejo del Poder Judicial. Sigue el atasco en una cuestión que, evidentemente, no apasiona los ánimos políticos de los españoles, mucho más centrados en cuestiones más básicas, como hasta qué punto les va a afectar la inflación o las previsibles subidas energéticas derivadas de la prolongación al invierno de la guerra en Ucrania.
Sin embargo, guste o no a tirios y a troyanos, la Constitución hay que reformarla en puntos sustanciales, incluyendo los que afectan al Título VIII dedicado al régimen autonómico o los artículos que se refieren a la organización de la Justicia (Título VI). Difícilmente se podría avizorar, por ejemplo, una solución en Catalunya si no se producen algunas modificaciones de calado en la Carta Magna, que deberían ser consensuadas entre las dos formaciones mayoritarias, PSOE y PP, en negociación con las fuerzas nacionalistas vascas y catalanas.
Claro, entiendo que esto le parezca a usted una utopía, y más aún si, como es probable, lo que pueda ser el presente o el futuro de la Constitución española le importa nada o menos que nada por considerarlo ajeno a sus intereses o sus creencias. Y, sin embargo, como ‘constitucionalista imperfecto’ –o sea, consciente de que la carta magna española está gravemente desfasada—que soy, y acogiéndome a la amplitud de miras y al buen talante de esta publicación que me cede un espacio muchas veces discrepante, me gustaría poder avanzar una opinión sobre lo que sigue:
– Que la actual Constitución de 1978, aun no cumpliéndose ya en algunos de sus extremos, aun necesitando una buena mano de pintura en Títulos como los dedicados a las autonomías, a las Cortes, a la Corona o a la Justicia, entre otros, es la única ley que rige ‘supra’ territorios e ideologías, y que a veces, precisamente por sus carencias y desfases, lo hace de manera caótica.
-Que solamente bajo el paraguas del actual texto constitucional podrá procederse a una reforma del mismo que dé cabida, aunque sea en parte, a las muy variopintas aspiraciones políticas existentes en la nación, incluyendo en lo posible muchas de las de quienes quisieran separarse de la nación.
-Que se hacen precisos unos nuevos pactos de La Moncloa, con participación de todas las fuerzas nacionales y periféricas, para definir un nuevo marco de actuación política, una nueva transición política, en un país que va acumulando serias deficiencias democráticas.
-Que la recta final de esta Legislatura, precedida por graves irregularidades jurídicas que afectan a la marcha de la propia Constitución, debería ser el prólogo de esa era de diálogo multilateral que abriese un período ‘casi constituyente’ que reformase algunas de las bases del sistema.
Ya sé que, dicho así, suena como algo de imposible realización, así una loca quimera. Lo único que ocurre es que la alternativa, es decir, el ‘seguimos como estamos’, varados en una especie de cambio lampedusiano en el que se modifica algo para que todo siga igual e instalado en el coyunturalismo, es bastante peor. Porque muy poco, casi nada, puede seguir como hasta ahora.
No, ministra, no vale decir –cuando conviene: otras veces se guarda prudente y servil silencio—que “la Constitución no se negocia, se cumple”, y punto. Claro que la Constitución hay que negociarla. Y, si fue posible hacerlo en 1977, aún bajo la sombra del dictador fallecido, tiene que volver a ser posible ahora, cuando el rodaje democrático se va desgastando. Si arrastramos desde hace ya casi una década la crisis política que arrastramos, que ha afectado desde a la Jefatura del Estado hasta a bastantes gobiernos autonómicos, ha sido precisamente por meter la cabeza debajo del ala y creer que bastaba con unas cuantas llamadas telefónicas secretas entre La Zarzuela y La Moncloa, entre La Moncloa y el Palau de la Generalitat, entre Barcelona y Waterloo, entre Madrid y Bruselas, para colocar los apósitos sobre las heridas, cada día más profundas, que afectan al cuerpo social y político de la nación.
Ya digo: quizá usted, lector, considere que estos problemas ‘de la nación’ no son sus principales problemas, que estarían circunscritos a un ámbito más local. Y, sin embargo, puedo asegurarle que sí son sus problemas, y que se irán agravando en la medida en la que no se afronten de una manera clara, tajante, dialogada e imaginativa. De acuerdo: eliminando la sedición y haciendo más leves las penas por la malversación, o haciendo más ‘digerible’ el Tribunal Constitucional, se pueden tender puentes frágiles y provisionales sobre el abismo. Pero, como el dinosaurio de Monterroso, el abismo, al amanecer, seguía ahí. Y el amanecer puede ser ya este año trascendental 2023 por el que hemos empezado a cruzar, a toda velocidad y sobre un puente de tablas desvencijado, entre las dos orillas.
Sí, ministra. Las constituciones, como todo ,lo demás, se negocian cuando es preciso. Y ahora, para que la Constitución se cumpla y sirva para los propósitos que deben ser el objetivo de una ’ley de leyes’, ya es preciso empezar a negociarla. Entre todos, empezando por aquellos a quienes la Constitución ni les gusta ni les importa una higa, y que, sin embargo, serían los primeros afectados por su mal funcionamiento.
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