Ya sabemos que en las guerras (y una pandemia es una guerra) la principal víctima es la verdad. Y yo, en esta guerra, me siento estafado en mi concepto de la verdad, pese a la ímproba cantidad de ruedas de prensa de nuestros ministros y del presidente. Y pese también –o gracias a—esas comparecencias diarias del ‘comité técnico’ que tan bien, o mal, nos explican la evolución dicen ellos que positiva de las curvas estadísticas de contagiados y muertos. No voy a acusar a mi Gobierno de mentir, porque iré más lejos; creo que los atentados a la verdad, que consiste en presentar la realidad desnuda de aditamentos, se están produciendo en toda Europa, en todo el mundo. Y se hace alegando que es por servicio a esa verdad. Por nuestro bien.
Pues ¿no nos dicen ahora que las principales redes sociales van a censurar no solo las falsedades (¿quién, qué experto, decide lo que es falso?) sino aquellos mensajes que contradigan las indicaciones de los gobiernos? O sea, a la luz de esta nueva doctrina comunicacional ¿me borrarían un tuit criticando las primeras vacilaciones del Ejecutivo sobre, por ejemplo, cómo deben y pueden salir los niños a la calle? O ¿a qué carta quedarme cuando el experto oficial de turno me recomienda el uso de mascarillas que ayer consideró innecesario y mañana será obligatorio? Estos días, será la paranoia del confinamiento, tengo la sensación creciente de que las redes sociales están más a favor de Pedro Sánchez, pongamos por caso, que del puro servicio a la noticia y a la libre opinión.
Reconozca usted que, tras la geolocalización, tras las limitaciones a difundir mensajes por WhatsApp, tras los ‘encargos’ a instituciones prestigiosas, como la Guardia Civil, para que vigilen mensajes, ejem, poco ortodoxos, tras las dificultades a las preguntas de los periodistas, se hace muy cuesta arriba pensar que no se están limitando nuestros derechos, y nuestro deber, a ejercer la libertad de expresión. Las libertades.
A mí mismo, desde La Moncloa, me han denegado el derecho a participar en las ruedas de prensa telemáticas porque ya son, aseveran, muchos los que preguntan; “y se me hace difícil imaginar qué podría haberse preguntado ya y no se ha hecho; sin duda, nada”, me dice amablemente el secretario de Estado de Comunicación, Miguel Angel Oliver, en la carta en la que me informa de que se rechaza mi petición. Puede, estimado señor Oliver, que, pese a mis cortos alcances, se me ocurriese alguna pregunta que usted no imagina. Ni desea, acaso, imaginar.
Tuve, igualmente, un pequeño pero sonado rifirrafe con un famoso, y por cierto admirado, colega televisivo cuando tuiteé que, en mi opinión, nuestras ‘teles’ ofrecían a veces un panorama algo edulcorado de una realidad angustiosa para la población. No digo que haya consignas, sino algo acaso peor: una conciencia generalizada de que, desdramatizando y siguiendo fiel y acríticamente las directrices emanadas desde el Ejecutivo, se coopera a la lucha contra el virus maldito. Y quien no lo haga así es un peligrosos desestabilizador, un marginal extremista de la caverna.
Y, de esta forma, una actitud crítica, por muy constructiva que se pretenda, te coloca, o hace que te coloquen, junto a los sectores que quisieran, en su provecho, derribar al Gobierno, o cosas aún peores. Me informan colegas, amigos y familiares que viven en otros países europeos de que la situación, no siendo tan exacerbada como la española, tampoco es allí demasiado buena: los gobiernos imponen sus ‘diktats’, sin que la influencia de los medios, incluso los más poderosos, sirva de mucho para contrarrestar abusos y transgresiones a las sagradas reglas de las libertades. Véase, si no, el caso límite de Donald Trump.
Hoy, noticia no es ya todo aquello que alguien no quiere que se publique; hoy, noticia es algo que las redes sociales, cooperando eficazmente con los gobernantes, sí quieren que se publique. Y así, hay muchos más aplausos visibles que caceroladas ocultas, aunque la procesión vaya por dentro. Porque la gente va notando que, a veces, las ‘fake news’ vienen de los propios estamentos oficiales, de los mismos sondeos institucionales que los gobernantes propician. ¿Quién censura al censor?
¿Habrán hablado de todo esto, de libertades, en la ‘cumbre’ europea de este jueves? ¿Habrán hablado de cómo cuentas falsas aumentan de manera exagerada el número de los seguidores de los principales políticos, de cómo se controla sin límites a dónde van y hasta lo que hablan los ciudadanos? Puede que los mandatarios llegasen a la ‘cumbre’ con esa lección ya estudiada, debatida y aplicada. Y que ahora lo único que importa –‘¡es la economía, estúpido!’— sea cómo sacarnos del marasmo de la pavorosa recesión que ya ha llegado. Todo, claro, ya digo, por nuestro bien. Y luego se extrañarán de que más de la mitad de los españoles haya aumentado su euroescepticismo. Y de que ninguno de nuestros líderes nacionales apruebe en las encuestas. Es todo un vaticinio de lo que quizá viene. Y lo digo de veras.
fjauregui@educa2020.es
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