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Son muchas las cosas que están pasando. Que nos están pasando. Sentado de madrugada ante la pantalla en blanco, me planteo hoy escribir sobre la increíble saga/fuga en la Sociedad General de Autores. O sobre la no menos increíble peripecia de la izquierda en Extremadura, donde este jueves se consuma un giro que no afecta solamente a una autonomía española: algo muy serio está ocurriendo en el seno de lo que podríamos llamar la conciencia progresista de nuestro país, de Europa, del mundo. O también me planteo, siguiendo este hilo, comentar la deriva presunta del candidato a presidente Alfredo Pérez Rubalcaba, que, dicen todos, este sábado consumará un giro táctico a la izquierda, no sé si cosmético, que podría estar trufado de ataques genéricos a la Banca. O podríamos hablar del proclamado ‘impuesto progresivo a los ricos’ proclamado nada menos que por el ministro de Trabajo.
Podría comentarle a usted algo de todo esto que, en el fondo, tiene un nexo común: la pérdida de unos valores, o el recambio de unos valores por otros. Quizá, tomando aisladamente cada acontecimiento, este conjunto de noticias podría parecer una situación coyuntural. No lo es. Algo muy profundo, ya digo, sucede en el seno de la sociedad española, donde lo que convencionalmente llamamos ‘izquierda’
se encuentra en una patente desorientación, mientras lo que no menos convencionalmente, para etiquetar, llamamos ‘derecha’ se reserva su ofensiva ideológica para cuando se aproxime la recta semifinal de la madre de todas las batallas electorales, sea dentro de tres o de diez meses.
Sin embargo, y con cierta relación con todo esto, hoy quiero hablarle, sobre todo, del libro que he terminado de leer esta madrugada y que se presentó este miércoles. Se llama ‘Nosotros, los indignados’ y lo firman cuatro integrantes, cada uno por su lado, de ese magma que derivó en las manifestaciones del pasado 15 de mayo -ni dos meses han pasado todavía; mes y medio desde las elecciones municipales y autonómicas que hundieron moralmente al PSOE– ; los indignados, vamos. Unos, en unas plataformas, como ‘democracia real, ya’, otros en otras; he hablado en las últimas horas con algunos anónimos de este difuso movimiento, les he interrogado sobre casi todo lo que se me ha ocurrido y me han preguntado cuanto se les ha pasado por la cabeza.
Me interesa, cómo no –¿a qué persona inquieta podría no interesarle?–, esta movida indignada que algunos quisieron llamar la #spanishrevolution y que ora parece que se disuelve, ora se fortalece cada vez que un error policial, como el de hace tres días en Palma
de Mallorca, nos irrita -nos indigna-a quienes vemos utilizar, de nuevo, porras contra manifestantes.
Ignoro en qué quedará este movimiento. Hay libritos, como los opúsculos de Srtephane Hessel, que, en mi opinión, no merecerían el revuelo que han organizado, pero que han marcado el punto inicial de las protestas: quizá demasiado esquemáticos, excesivamente superficiales. Pero reveladores de un estado de espíritu, de unas aspiraciones generalizadas y de un diagnóstico global: esto no puede seguir así.
Especialmente interesante me parece la reflexión, creo que sincera y sin patio trasero, de uno de los autores de ‘Nosotros, los indignados’, Pablo Gallego, que es, según creo entender, uno de los más conscientes en la disección de una situación que vivimos: no es solamente cosa de la inmensa distancia entre la clase política y la ciudadanía; es que esta ciudadanía muestra síntomas de «pasividad e inacción». Y así, me parece, hay que resaltarlo.
Y es que, como señala otro de los autores del libro, Fabio Gándara, España es un país en el que la sociedad civil -entendida como el conjunto de organizaciones mediadoras entre el individuo y el Estado-«siempre ha sido muy débil». No hay más que ver lo que ocurre en la Sociedad General de Autores, que debería haber sido un símbolo operativo de esa sociedad civil, y se ha convertido exactamente en lo contrario. No, no hay sociedad civil, no hay colectivos, más allá de lo que el 15-m pueda tener de operativo, que planteen a la clase política las reformas en profundidad que la salud económica y moral de la nación merece.
Por eso hay que mirar y escuchar con atención, más allá de los guiños
ocasionales que los políticos les hagan –los ‘indignados’ presentaron este miércoles algunas de sus reivindicaciones a Rubalcaba, a quien algunos desinformados o malintencionados quieren achacar la paternidad oculta del movimiento–, los planteamientos que, no hace, ya
digo, ni dos meses, nos hacen llegar los mejores de estos indignados. Que, a veces me da la impresión, se comportan más bien como ilusionados. Ahí reside mi esperanza cuando leo estos todavía primeros, tímidos, balbuceos de lo que podría ser un programa, no sé si electoral, pero en todo caso orientativo de la acción de los políticos que ellos, por el momento, no quieren ser. Un programa que no tiene por qué ser de obligado cumplimiento, faltaría más. Pero que nadie debe cometer el error de desdeñar: en los sueños, a veces utópicos, se halla el embrión de una generación, la que dará nombre al 2020.
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