Joooder, de pronto me llama una compañera para anunciarme, este sábado a mediodía, que se ha muerto Leopoldo. Que no es que fuese amigo mío, claro –demasiadas distancias a su favor–, pero sobre el que he escrito mucho, al que he tenido que padecer algo y al que he gozado, sobre todo leyéndolo, mucho. Bueno, he encargado algunos artículos de urgencia para el diario, y he escrito también mi modesta contribución, dejándome para otro día algunas anécdotas que con él ocurrieron. Como cuando protestó a Pedro J.Ramírez porque yo escribía, en Diario 16, un serial sobre él sin duda excesivamente cargado de tintas e inmisericorde –es la historia de mi vida–. Pero no era rencoroso, y poco después le hacía una entrevista aérea, en un vuelo regular a Atenas, recorriendo el pasillo del avión, yo tras él con el magnetófono, sin que ningún pasajero levantara siquiera la vista, curioso. Tal falta de carisma tenía.
Y, sin embargo, creo que, con ese tono gris de terno y de rostro, nos sacó algunas importantes castañas del fuego. Es un pedazo de nuestra historia, de la de todos en general y de la de algunos, que ya vamos peinando demasiadas canas –o no peinándolas siquiera– en particular. Como homenaje, esos versos que él mismo atribuyó, con coña gallega, a un amigo «altísimo poeta», y que no era otro que él mismo, creo.
Ya nos queda un testigo de excepción menos de una era irrepetible. Glub.
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