(la señora Sinde, izquierda, en sus galas).
Dicen los mentores de la ‘ley Sinde’, que permitiría cerrar las webs de manera casi discrecional –aunque sea juez mediante–, que no puede tolerarse todo en la Red. Y resulta que de este ‘todo’ lo que más preocupa al Gobierno, en general, y a la ministra de Cultura y del Cine, en particular, es la posibilidad de que usted, o yo, o nuestros hijos, se bajen gratuitamente una película o un disco de Internet. Que no, insisten; que hay que pagar a la sociedad de autores, que siguen cobrando derechos por la reproducción de, por ejemplo, el ‘concierto de Aranjuez’ del maestro Joaquín Rodrigo.
Yo estoy, en principio, y como principio, por la libertad en Internet, aunque piense que hay que cambiar algunas leyes para evitar que nos bombardeen con ‘spam’, con pornografía, que nos roben la tarjeta de crédito, que haya desaprensivos que se apropian de los dominios para revenderlos a quienes deberían ser sus legítimos propietarios, o que se permiten hacer publicidad de productos farmacéuticos sin advertir de los riesgos, por ejemplo…Hay, en fin, una amplia panoplia de presuntos delitos, en esa ley de la selva en la que se ha convertido esa magnífica autopista de comunicación que es la Red, que son mucho más nocivos y peligrosos que el hecho de que el niño o la niña vean una película en el ordenador sin pagar cánones, ni diezmos, ni primicias.
Pero, mira por dónde, la principal preocupación de la ministra consiste en garantizar los derechos de autor, que no digo yo que no deban ser garantizados, desde luego; supongo que siempre hay que pagar de alguna forma. Pero seguro que hay maneras mejores, menos polémicas, de proteger esos derechos, garantizando, al tiempo, la libre circulación de bienes culturales propiciada por las nuevas tecnologías. Me parece que ha habido escasa reflexión sobre un tema que afecta a nuestro ocio y también a muchos negocios.
La ‘ley Sinde’ –preocupante para la ministra pasar a la Historia por este texto legal, que ha encontrado un encarnizado combate en el Parlamento— nunca debería, en primer lugar, haber estado inserta en la Ley de Economía Sostenible. Pero lo importante, y lo más triste, es comprobar que el espíritu de la nueva era sigue ausente de las decisiones ‘de futuro’ de un sistema –no hablo solamente, claro está, del Ejecutivo—aferrado a viejos cánones, proteccionismos, regalías, tradiciones y vías de conducta ya imposibles. La irrupción de Internet, que lleva ya más de una década sólidamente implantada en nuestras vidas, exige un poco más de imaginación y de flexibilidad a unos estamentos que a veces parecen incapaces de incorporarse a ‘lo nuevo’ y a lo que las nuevas generaciones exigen.
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