(jopé, qué grande me ha salido la foto; es que no he sabido controlarla…)
Perdone usted que hable, por ejemplo, de mí. Soy –lo admito– un tertuliano. Uno de esos que rotan de cuando en cuando, más bien frecuentemente, por diversos programas de no menos diversas teles y/o radios, dando mi opinión sobre lo divino y lo humano, peleando con otros compañeros que-dan-su-opinión-sobre-lo-divino-y-lo-humano, siendo guinda roja (o azul) en programas azules o rojos. Uno de esos periodistas que están en todo, que hablan de todo, ya sabe. Repito: lo admito. Con algo de sonrojo, a veces.
Todavía me resisto, empero, a ceder ante los últimos reductos del mal gusto, de la sal gorda, del vocerío, a dar vueltas en el tiovivo representando posiciones irreductibles, como hacen algunos que conozco. Es mi refugio postrero: el no tener refugios postreros, aguantar para no llegar al fondo de ciertos pozos. Pero, claro está, no basta.
Desde luego, cuando, en un respiro –rara avis–, contemplo desde el sillón del espectador lo que hacen otros, es decir, lo que hacemos, necesariamente me preocupo: ¿soy yo acaso uno de esos que gritan, que no escucha las razones de los demás, que opina sobre lo que patentemente ignora, que se empecina? Temo que sí. Y, sin embargo…
Y, sin embargo, estos tertulianos, o muchos de estos tertulianos, están abriendo brecha, iluminando con una tenue luz de debate los bloques monolíticos. Puede que no siempre, o casi nunca, tengamos razón, pero, al menos, ponemos sobre el mostrador nuestras razones, algunas razones. En España sobra griterío y faltan argumentos, de acuerdo; pero, cuando el pacto encubridor planea sobre las cabezas de los ciudadanos, admítame que solemos estar más con el ciudadano que con los encubridores.
No estoy seguro de haber entendido jamás el éxito de las tertulias. Quizá sea que en un país algo cetrino, impermeable, inexpugnable a la tolerancia y al diálogo, el grito y el tópico sean el mal menor. Al fin y al cabo, nuestros políticos, los que deciden sobre nuestras vidas, no parecen tener mejores datos que nosotros y lo que hacen no lo hacen por ganarse un jornal, sino, me parece, por razones mucho menos comprensibles. Y ellos también se gritan. Acaso por eso, usted, amigo lector, alguna vez se ha sentado, aunque sea con cara de pocos amigos, a ver o escuchar una de nuestras tertulias. Puede que incluso, alguna vez, se haya divertido y uno, tertuliano irredento al fin –entre otras cosas, menos mal–, no puede hacer nada sino alegrarse: al menos hemos servido de algo…
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