Por supuesto, no me arrogo la representación de todos los periodistas al escribir este artículo, profundamente dolorido. Ni siquiera me atribuyo la representación de una de las dos partes, o de alguna parte de estas dos partes en las que se está fraccionando la profesión a la que amo y a la que he dedicado el ochenta por ciento de mi vida laboral y el cien por cien de mis afanes y anhelos por servir a la ciudadanía. Tome usted esto como un grito, demasiado personal acaso, y un aviso, para lo que sirva, a algunos de mis compañeros, quizá no siempre conscientes de la vigencia del viejo aforismo de que el periodismo es una especie de sufrido sacerdocio, en el mejor sentido de la palabra, claro.
He pasado el fin de semana en una pequeña localidad gallega, Arbo, a la que fui invitado como pregonero de sus fiestas de la lamprea. Lejos, por tanto, de manifestaciones del PSOE, de la campaña catalana -a la que me incorporaré en unos días–, de las declaraciones de unos y otros en favor o en contra del ‘regreso’ -porque regreso sería_o del adios -que eso sería_de Pedro Sánchez, una duda hamletiana del hasta hoy prisionero en La Moncloa que es sin duda el acontecimiento político más extraordinario que haya vivido en décadas este país donde lo anómalo se ha convertido en lo más normal del mundo.
Y las gentes con las que he hablado, muchas y, claro, de muy distintas tendencias, pero todas alejadas de la crispación de la Villa y Corte, han mostrado una lejanía de los sucesos esotéricos que a los capitalinos nos agitan que es lejanía muy digna de resaltarse. Eran gentes del pueblo que querían fiesta, comer , beber, bailar y reírse, y el cabreo, amoroso o no, de un presidente del Gobierno encerrado en los muros de su palacio meditando sobre si quedarse o marcharse, y cómo hacerlo en ambos casos, no iba a amargarles esa fiesta. Hasta ahí, todo casi esperable: lo peor era que bastantes de mis interlocutores, que me hablaban con respeto al veterano informador, pero sin tapujos, nos culpaban a los periodistas de una situación enrarecida que ellos, me atrevo a decir que como usted y como yo, tampoco entendían.
«Nos dais muchas opiniones encontradas, algunas extremadas, pero muy pocos datos para que nosotros, vuestros lectores y oyentes, podamos calibrar la situación», me decía un alcalde de la zona, no importa de qué adscripción. Le di la razón: los periodistas hemos comenzado, como si fuéramos unos fiscales, unos jueces, unos letrados de las cortes, unos diplomáticos o, claro, unos políticos, una pelea casi a muerte entre nosotros. Entre los de la ‘fachosfera’ y los ‘pesebristas’, que dicen del otro en cada uno de los dos bandos. Unos, desde algunos medios, piden a los otros que se callen y que dejen de maniobrar a favor o en contra del ‘statu quo’. Se habla de oscuras conspiraciones, de argumentarios que les llegan a los unos o a los otros, de no sé qué cenáculos secretos. Casi se nos niega la capacidad de ser libres para escribir lo que debemos escribir: lo que nos parezca bien y lo que nos parece mal, lo que verdaderamente ocurre y no lo que creemos que debería ocurrir.
Resulta difícil jugar a no caer en ninguno de los dos grandes pozos. Sobre todo, cuando la peor acusación que puede caerte, no solo en las redes sociales, sino en tertulias y espacios del periodismo escrito, entre tus propios compañeros, es la de ser ‘equidistante’. Todos buscan insistentemente encasillarte en algún lado de la ‘melee’. Y si por casualidad crees, por ejemplo, que Sánchez dejará la presidencia te colocan en un lado; si dices que crees que va a procurar seguir, mediante un adelantamiento de las elecciones (cuando pueda hacerlo legalmente) o mediante una cuestión de confianza, te miran con suspicacia desde el otro lado del Muro erigido, se diría, para separar un poco más a las dos Españas: qué pretenderá éste. Si cuentas cosas que sin duda casi todos contaríamos si hubiésemos sabido investigarlas, eres un golpista de las cavernas. Si las silencias, cómplice de la corrupción imperante.
Así, el periodismo crítico va dejando de existir para ser sustituido bien por un periodismo ultra crítico, en el que todo lo que se hace en el otro bando es malo, o bien ultra complaciente, en el que todo lo que va mal no es culpa de quien lleva el timón erróneamente, sino de unas sucias conspiraciones para derrocar al gobernante al margen de las urnas. No se te ocurra, compañero, tratar de repartir cuotas de acierto o de error en el campo contendiente, porque ya sabes que, en las guerras -y esto, a su modo, a veces casi parece una guerra_la primera en caer bajo las balas del fanatismo que-siempre-tiene-la-razón es la verdad, sea cual sea esta verdad.
Creo fervientemente en el papel que debemos jugar quienes nos dedicamos a la sagrada misión de informar. El ideal, para mí, del periodista, situado al margen de los contendientes de cualquier clase -políticos, económicos, deportivos– se va difuminando. Se sustituye por informaciones-editoriales, por opiniones bastantes veces desequilibradas. Y conste que no echo la culpa a la profesión, más allá de la pequeña parte de responsabilidad propia que le corresponde: tenemos unos representantes que, en muchos órdenes de la vida de una nación, superan nuestra capacidad de sorpresa, de indignación, de raciocinio.
Y entonces, quienes tenemos que contar lo que pasa no somos ya capaces de aprehender tanto alejamiento del sentido común, ni podemos sobrevivir a tanta opacidad, a la proliferación de ‘fake news’ lanzadas por fuentes oficiales y oficiosas. Ocurre que, a veces, disparatamos con ellos, que son aquellos sobre los que nos toca informarle a usted, querido lector. Que, no siempre sin razón, sueña con matar al mensajero, que es quien usted, no siempre sin algo -solo algo– de razón, cree que le engaña.
Deja una respuesta