Ya sé, ya sé, que vivimos en democracia. Pero uno a veces siente la tentación de pensar que hay demasiadas perversiones en ese engranaje democrático como para poder pensar que esto rueda bien. Se me agolpan en la cabeza los ejemplos de lo que-no-debe-ser, y muchos de ellos ocurrieron esta semana, que resumo sin acudir a demasiadas citas de nombres concretos. Para qué, si quien me lea sabe de sobra a qué me refiero.
Una democracia sana, consolidada, crearía de inmediato una comisión parlamentaria que, en serio –en serio— investigara el fundamento de las pesquisas que los servicios especializados policiales llevan a cabo sobre presuntas prácticas de corrupción de muchos de los dirigentes, actuales o pasados, de la política territorial. Pero, claro, ¿quién integraría esa comisión parlamentaria? ¿Exclusivamente la oposición, que nada pudo tener que ver con los manejos financieros de los capitostes?. Resulta, claro, más fácil extender la sospecha de que las investigaciones judiciales y policiales están instigadas ‘por el enemigo’. O que los manifestantes que osan salir en contra de la doctrina oficial están “pagados” (lo acaba de decir nada menos que el máximo mandatario del mundo mundial, para mí un ejemplo de erróneo entendimiento de lo que es una democracia sana).
Una democracia sana, consolidada, permitiría que los disidentes de la doctrina oficial –pongamos que se trata de separar un territorio de otro—se manifestasen abiertamente, sin temor a represalias o a silencios en los medios. Máxime cuando parece que la disidencia superaría el cincuenta por ciento de la población, reducida a eso que se llama ‘mayoría silenciosa’ por mor de miedos y acomodos que adoptan formas variadas, a veces hasta sutiles. Y eso, que la gente no se atreva a expresarse libremente, no puede ser sano.
Una democracia sana, consolidada, deja trabajar sin trabas a los medios de comunicación, sin coacciones, premios –acicates, ‘incentivos’—o castigos.
Una democracia sana fomenta la separación de poderes, no enmendando la plana al viejo Montesquieu como si ya estuviera desfasado y el Ejecutivo, paternalmente, fuese quien debe encargarse de todo en bien de los súbditos. Esa democracia sana hace, pues, trabajar al Legislativo, respeta al llamado ‘cuarto poder’ y, sobre todo, procura preservar el buen nombre del judicial, sin acusarle, por cierto sin mayores pruebas, de estar actuando en connivencia con los rivales. Justo lo contrario de lo que está ocurriendo en estas horas, en las que se acusa a un magistrado de haber iniciado una ‘operación limpieza’ contra la corrupción oficial justo en vísperas de que un ex dirigente político tenga que comparecer en el Juzgado.
Por cierto que una democracia sana no organiza desde estamentos oficiales manifestaciones políticas de apoyo ante los juzgados, y menos aún las califica luego de espontáneas. Y eso, independientemente de qué lado del debate se encuentre la razón, que yo tampoco creo que una democracia sana deba judicializar continuamente la vida política.
Una democracia sana es dialogante con el de enfrente, busca soluciones consensuadas, no se aferra al ‘no es no’ ni a los maximalismos, que acaban, como casi todo lo malo, en ‘ismo’. Como separatismo, por ejemplo. O centralismo. O autoritarismo. O borreguismo.
Una democracia sana hace que sus dirigentes se expresen claramente, que sean transparentes, autocríticos, abiertos. Que en el frontispicio de su ideario esté el servicio a la ciudadanía, cueste lo que cueste. Sin trucos para dorar la píldora a los ciudadanos antes de darles gato por liebre, ni tampoco los halaga con demagogias y promesas incumplibles.
Una democracia sana es la que no está todo el día en batallitas de poder intrapartidistas, que si López contra Sánchez, Díaz contra Pérez, Iglesias contra…Ni una idea verdaderamente regeneracionista, ni un programa digno de tal nombre en esta pugna.
Puede que usted, lector, encuentre algunos paralelismos en lo que he escrito, por supuesto con ánimo de molestar a alguno, así, genéricamente. Y es que, en efecto, hay demasiados paralelismos, a demasiadas escalas, en los momentos en los que nos encontramos inmersos. Porque ahora muy en serio y muy en concreto: me niego a que con mis impuestos, con mi silencio, se siga en la tropelía. ¿Qué diablos tiene que ocurrir en Cataluña para que la buena gente se levante, pida explicaciones a fondo, no vaya a ser que alguien piense que toda la sociedad es cómplice de los patentes abusos de sus dirigentes, envueltos en la bandera del ‘España nos roba’? ¿Qué diablos tiene que ocurrir en Europa para que eleve un poco más la voz frente a quien, cada vez más patentemente, pretende destruirla? ¿Qué tiene que ocurrir en el mundo para que no tengamos que sufrir la humillación y el terror ante la mala educación y la amenaza, costumbres recién instauradas, pero que se prolongan ya demasiados días?
A veces, lo admito, uno se siente un poco hormiga. Nos hacen sentirnos un poco hormigas. Así me siento, yo al menos, a la hora de ponerme a ponerme a hacer este resumen de lo que creo que ha sido una semana lamentable: demasiadas cosas tristes que reseñar. No, no vivimos en la democracia aburrida, tolerante, pactista, moderada, justa, que a mí me gustaría. El mundo de las hormigas, definitivamente, debe de ser muy poco democrático.
Deja una respuesta