…un violador. Se ha converrtido en un maldito, que pasará a la Historia y no precisamente por ser el presunto violador de dos mujeres en Suecia. Hum, me huele a factura de ya se sabe quién…
Supongo que un comentario como este gustaría poco en cancillerías, instituciones y en no pocas cabezas bienpensantes. Y bien que lo siento. También comprendo que algunas de las filtraciones periodísticas derivadas de los cables secretos que cayeron en poder de Wikileaks son susceptibles de causar serios daños a personas y a credibilidades. Qué le vamos a hacer. Es la miseria y la grandeza del poder de la prensa: que debe servir siempre a la máxima según la cual ‘noticia es todo aquello que alguien no quiere que se publique’. Confieso, como periodista, que si los cables que llegaron a poder de Julian Assange me hubieran llegado a mí, los hubiera publicado. O espero que hubiese tenido el valor suficiente para publicarlos contra viento y marea.
Dicho esto, no creo que ninguna de las revelaciones que estamos conociendo relacionadas con los cables que las embajadas norteamericanas en diversos países enviaban a sus superiores constituyan una excesiva sorpresa. Ni en el capítulo internacional, ni en el nacional. Lo que ocurre es que ver, negro sobre blanco, esos mismos cotilleos, que cualquier periodista ha intercambiado hasta la saciedad con sus colegas, pero elevados a la categoría de informe diplomático, impresiona bastante. Pero no me diga usted que no sospechaba que Putin es como es, que Berlusconi lo mismo o que Zapatero es un izquierdista ‘trasnochado’. O que Aznar se cree mejor que el hombre al que él mismo colocó como sucesor. O que cualquier Gobierno mundial que se precie se tienta mucho la ropa antes de decir un tajante ‘no’ a la petición del embajador norteamericano que le ha tocado en suerte. Pues eso.
Que la anécdota se eleve a la categoría de escándalo mundial, con fiscalías, ministerios de Justicia y de Interior, cancillerías, servicios de inteligencia y demás aparataje de los Estados, temblando ante la próxima revelación periodística, me parece francamente exagerado, les digo la verdad. Ya se sabe que toda noticia que conlleva un cierto ruido es susceptible de que los diversos poderes traten de desvirtuarla aludiendo a la seguridad de las fuentes, al daño al sistema, al sacrosanto derecho a la intimidad.
Lo siento: entre tales poderes –muy legítimos todos y muy dignos de respeto, y conste que lo digo sin el menor asomo de ironía—y la sacrosanta libertad de información, me quedo hasta con Assange, a quien algunos tratan de presentar como un pájaro de cuenta. Ignoro si, como le acusan, es o no un violador –ya saben: a veces hay servicios que falsifican cosas, pero repito que no puedo poner mano en fuego alguno–, pero eso no cambia el fondo del asunto: hay alguien que filtra y alguien que, por ideales o mediante precio, se ve en la obligación de publicar esas filtraciones para que usted, querido lector, entre en posesión de una verdad que le ayudará a ser un poco más libre. Nada más. Nada menos.
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