Acabo de recibir un SMS deseándome feliz año porque, dice, ya habré olvidado los buenos propósitos que me hice en el paso de la Nochevieja al Año Nuevo. La verdad es que no me he hecho demasiados propósitos, porque, con la edad, vas descubriendo que de nada sirve. Nada de eso de aprovechar el año para escribir el árbol, plantar el hijo y tener un libro (¿no era eso?); nada de jurarme que perderé kilos, haré gimnasia (horrrror), beberé menos o nada, dormiré más, trabajaré menos y dejaré de una puñetera vez los puros. En todo eso, me temo que ya no voy a cambiar, así que ¿para qué hacerme propuestas inútiles?.
Sí procuraré propósito de la enmienda en la combatividad contra ciertos talibanes, porque ya veo que a nada conduce; trataré de entender lo incomprensible de la clase política, porque más me vale (otra cosa, actuar de llanero solitario, te lleva directamente al desastre); haré la vista gorda ante los desmanes urbanísticos, que llenan tantos bolsillos; escribiré sobre pájaros y flores cuando adjudiquen las televisiones digitales a dedo (por digitales, natural) a los amigos y correligionarios; nada diré aunque piense que olvidan los intereses ciudadanos para cuidar las ambiciones propias. Es la mejor manera de mimar el propio corazón, que se te desgasta de tanto cabrearse.
Bueno, que menos mal que los propósitos no se cumplen, porque a mí me gustaría, en el fondo en el fondo, ser más leñero que nunca. Ojalá esto sí lo cumpla. Amén.
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