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(pero qué guapote soy, mecachis…)
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Que Pedro Sánchez, el personaje a quien yo conocí allá por 2011 ó 2012 en un programa de televisión ‘menor’, es un tipo con suerte es algo que nadie duda. Su trayectoria de los últimos cinco años resulta verdaderamente increíble y somos muchos los que nos equivocamos pensando que estaba políticamente muerto y quienes vimos, atónitos, cómo resucitaba en unas elecciones primarias internas en el PSOE que afrontó con valor y decisión tras haberse equivocado en casi todo. Ahora, líder en las encuestas –aunque no lo suficientemente líder como para que pueda estar seguro de gobernar si no se dan pactos con extraños compañeros de cama–, hasta Greta Thunberg, la niña-mujer más polémica del mundo, viene en su apoyo. Pues eso: que la diosa Fortuna es su aliada. Ganará, sí, y no lo dice solamente el CIS. Pero ¿convencerá?
Mi visión personal de Pedro Sánchez, hasta donde he podido conocerle –él no se ha dejado mucho, y lo entiendo: apunta con bolígrafo indeleble y vengador cualquier cosa crítica que se diga de él–, no es muy alentadora: todo lo fía a su buena apariencia, a su buena estrella y a las deficiencias de los demás. Carece de un verdadero proyecto de Estado, y este es acaso su punto más flaco: hay que ver los barullos que ha montado en cuanto a la territorialidad, plurinacional o no, en general y sobre Cataluña en particular. Pero, para decirlo de una manera convencional, las coge al vuelo: ahí está la rapidez, que ha pillado a la oposición con el pie cambiado, con la que se ha ‘quedado’ con la cumbre climática que debería haber ido a parar a Chile. Y claro que acabará pagándole el billete a Madrid a la Thunberg; lástima que eso sea tras las elecciones del próximo domingo, mecachis.
No es un estadista, pero es un tacticista, tarea en la que le ayuda admirablemente el super-gurú Iván Redondo. La imagen como meta. Y si la imagen se sustenta sobre un físico agradable, sobre unas maneras suaves –no se fíe–, una voz cálida y un equipo que, en general, es peor que él, rodeado además de una oposición que se cuartea sin tener mejores planes que Sánchez para el futuro de la nación, pues para qué queremos más. El maillot amarillo da alas.
Una vez, hace tiempo, le dije: “Pedro, no nos falles”. “Querrás decir ‘no nos falles…más’”, me replicó, todo sonrisa. Cierto: eso había escrito en una columna periodística la tarde anterior. Me había pillado. Otra vez, ya siendo líder de la oposición a Rajoy, me llamó para pedirme asesoramiento acerca de los mejores libros sobre Adolfo Suárez (todos quieren ser Adolfo Suárez menos Pablo Iglesias); le dí algunos títulos. Ignoro si los leyó, pero ciertamente, en algunos aspectos, ha querido asemejarse al hombre de la primera Transición –a ver cómo afronta la segunda–. Pero no lo ha logrado tanto como, por ejemplo, Pablo Casado, el hombre de la eterna sonrisa, que es, sigue siendo, su principal rival y quién sabe si su principal aliado tras el 10-n.
Porque, a estas alturas, cuando falta una semana para las elecciones, seguimos como al comienzo: un acuerdo ‘de las izquierdas’ parece imposible (hay que ver las cosas que se dicen unos a otros) y solamente quedaría, para poder formar un Gobierno que no sea Frankenstein, que el Partido Popular aceptase abstenerse, a cambio de contrapartidas, claro está, para que Sánchez lograse su investidura. No es una gran coalición, que supondría tener a Pablo Casado como vicepresidente en La Moncloa, pero sería, al menos, un acuerdo. El único posible. Ambos lo niegan con la vehemencia que da el estar en campaña sabiendo cuánto desmovilizaría a los más ‘cafeteros’ cualquier anuncio de acercamiento entre dos fuerzas contrapuestas, casi entre las dos Españas.
Pero ya veremos. Porque la palabra de un político, máxime cuando este político es Pedro Sánchez, vale lo que vale y, como decía el cínico Romanones, ‘cuando dice jamás, quiere decir hasta esta misma tarde’. Lo único que no podría Sánchez permitirse es otras elecciones, un nuevo fracaso en su búsqueda de alianzas para lograr la investidura que le permita seguir en La Moncloa. Lugar al que, por cierto, se ha adaptado de maravilla en el año y pico que lleva instalado allí: es bueno ser presidente del Gobierno, aunque sea en funciones, y que todos los demás te tomen como referencia, como si no hubiese otra cosa (y a veces, parece que no la hay: mire usted el ‘debate a siete’ del viernes por la noche en TVE, anticipo de lo que será el del lunes).
Dicen sus oponentes, que hay que reconocer que a veces le zurran en materias en las que es injusto criticarle, que sería hasta aliado del independentismo con tal de seguir en la poltrona, estrechando la mano de Merkel y de Macron, el Falcon y todo eso. No me parece cierto: la verdad es que la reforma, cualquier reforma, y me consta que tiene algunas importantes en mente, tendrá que contar con él. Pero nunca en solitario. A Pedro Sánchez no hay que dejarle solo. Y eso ha sido lo malo: que su trayecto ha discurrido bastante en solitario, mientras aplastaba a sus rivales y, entre Iván Redondo y él, hacían casi literalmente lo-que-les-daba-la-gana. Y eso sí que no puede ser.
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