Hoy ha sido un mal día. Ha comenzado con una fuerte discusión que he mantenido con los policías (de paisano; no eran los que yo conozco) que aseguran el orden en el Congreso de los Diputados. Hoy, día de la Constitución, sábado y lluvioso y frío, se han emplado a fondo para impedir que mis colegas pudiesen cubrir la información preguntando con los micros y cámaras a los notables –cada año menos, por cierto– que llegaban. Colegas que, como yo, sacrificaban un sábado: tenían que trabajar y su obligación es obtener alguna declaración, sobre lo que sea, a los políticos que acuden, que ya digo que van escaseando. Los inspectores los empujaron, a veces de manera que me pareció bastante violenta, para impedir que pudieran acercarse al notable en cuestión; y eso que habían sido colocados allí, en una especie de corralito, por los servicios de protocolo, o de seguridad, o de lo que fuese, de la Cámara…
Mal vamos si los periodistas toleramos que nos empujen, que nos coarten la libertad de movimientos para ejercer nuestra función. ¿Se creerá, quien dio la orden a los subalternos para proceder como procedieron, que la conmemoración de la Constitución es algo si no lo cuentan las imágenes y las crónicas? ¿Pensará el notable en cuestión que él es im portante por su sola presencia en un acto que ha quedado desvaído, frío, como si nadie se creyese la trascendencia de lo que allí se celebraba?
En el Congreso ha habido un notable retroceso de la libertad para informar, y lo dice quien lleva más de treinta años por aquellos pasillos. El desprecio al periodista ha crecido, y, así, son ya pocos los veteranos que van por allá. Total, para medirse con lo que por esos pasillos anda…Ya no permiten cámaras, los diputados pasan muchas veces a tu lado sin mirarte siquiera, poseídos de su Alta Misión –eso, claro, cuando asisten a las sesiones, que no es siempre–. A mí me da la imagen de una clase política que se va encanallando y encallando. Y lo de hoy ha sido la gota que colma el vaso. Uno de los inspectores a los que he afeado su conducta para con mis compañeros del micrófono y las cámaras ha tenido los santos huevos de decirme, con lo que yo he interpretado como una no tan velada amenaza: «eso lo hablamos usted y yo luego».
Cierto que luego el jefe ha venido a perdir perdón. Una actitud que me parece que elogiable, porque esta vez teníamos toda la razón para protestar e indignarnos. Los pobrecitos periodistas, aguantando los empellones, haciendo como pueden su modesto trabajo, zarandeados por unos servicios de (in)seguridad a los que, por cierto, somos nosotros, los contribuyentes, quienes les pagamos. Lo mismo que a Sus Señorías, tan altivas…
Ya sé que el culpable no es Bono, pero cierto es que el presidente del Congreso, a quien considero una persona con muchos valores y humanidad –fue mi abogado cuando la oprobiosa, y lo aprecio–, podría cambiar algunas reglas que antecesores suyos, tan amantes de los maceros y los oropeles, han ido imponiendo, empeorando las condiciones de trabajo de quienes tienen que ir allí y, en medio del desprecio que les muestran esos engolados parlamentarios absentistas, hacer su humilde trabajo. Puede que ni siquiera los polis, a los que se obliga a realizar tan indignas tareas, sean los culpables. Pero entonces, ¿quién? Porque, desde luego, nosotros, los que tenemos que ir allí a contarlo, no.
Un mal día, ya digo, porque la Constitución y lo que esta jornada representan no se merecen esto. ¿O será que esta conmemoración tan vacia demuestra la urgencia de introducir cambios en nuestra Ley Fundamental?
Deja una respuesta