Confieso que he tenido que moderarme un poco para escribir esto en diariocritico.com, porque mi indignación era mucho mayor. Me parecen intolerables algunas injerencias de la Iglesia en la vida social o hasta política. Máxime para quien, como es mi caso, quiere respetar, a la Iglesia, digo, y hasta sentirse moderadamente dentro (en lo que cabe, que cada vez va cabiendo menos).
Y conste que no hablo ya esta vez –he hablado mucho– de la cadena de radio episcopal. Ni de las cosas que nos va diciendo ahora el teólogo Ratzinger, devenido Benedicto XVI, que tanto restringe la idea del ecumenismo. No. Ahora me refiero exclusivamente a los embustes sobre la ciencia del nuevo ministro de Sanidad, o a los inventos para desprestigiar una asignatura que me parece de lo poco bueno que se ha inventado últimamente (bueno, inventado ya está en otros países), siempre y cuando se den los retoques necesarios para evitar ‘pasadas’ autonómicas o inventos de los típicos progres de siempre.
No es que yo abogue por una Iglesia progresista, aunque prefiero la de los curas y las monjas que luchan contra la pobreza desde la pobreza, contra la enfermedad desde la enfermedad y por extender la idea de la tolerancia, el ecumenismo y la caridad. Es que creo que esta Iglesia, la oficial, la de la curia, los cardenales y (muchos) obispos, se encuentra en plena involución, abdicando de muchos de los principios que asociamos con el cristianismo (y digo cristianismo, Su Santidad, no exclusivamente catolicismo). Es doloroso comprobar esta marcha atrás, que incluye una absurda batalla para evitar que se llame ‘matrimonio’ a la unión de honosexuales o para que se retire la idea de implantar una asignatura que se llamará educación para la ciudadanía, que, ya digo, me parece bastante necesaria –está bien concebida, pero puede estar mejor llevada, ojo– aquí y ahora. Quien lo dude, que consulete el texto de SM alumbrado, nunca mejor dicho, por José Antonio Marina.
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