Todo el mundo tiene odiadores, me decía mi admirado y llorado Francisco Fernández Ordóñez. Hay que tener odiadores aunque tú no merezcas –crees– tenerlos. A la mayoría no los conoces, pero ahí están, comentando tus artículos en Internet, poniéndote a parir en tertulias, sacudiéndote algún que otro alfilerazo en columnas que lees ocasionalmente por ahí. El hecho de carecer de ellos –los odiadores, digo– supondría que tus opiniones no son polémicas, que no tienen interés o que no aportan nada al margen de lo políticamente correcto o inane, del carrilito.
Yo tengo también los míos –odiadores, ya digo–esos que te llaman ‘pesebrero’ (?), o ‘pelota’, o ‘sectario’ cuando tus opiniones no coinciden con las suyas. Mis odiadores, los que yo detecto en los comentarios a mis artículos, son perseguidores tenaces, gentes de ideas muy fijas, lectores apasionados –a lo que se ve– de cuanto yo escriba,gentes que todo lo ven blanco o, sobre todo, negro. Así que gracias por estar ahí. Si alguno de ellos no cometiese faltas de ortografía y su léxico fuese algo más rico, hasta me sentiría orgulloso de ellos. Casi nunca les respondo: tienen derecho no a discrepar –que eso es sano–, sino a aborrecer, que ya se sabe que el odio es uno de los elementos motores de la Humanidad; acaso el más miserable, pero es lo que hay.
Luego están los odios inducidos, productivos, competitivos. Nunca se sabe de dónde vienen o quién los ‘alienta’. Esos me preocupan más, porque nunca se sabe hasta dónde pueden llegar las tácticas de lo que podríamos llamar ‘la competencia desleal’. No sé manejar esas cosas, me sonrojan; procuro comportarme con lealtad y con una honradez básica, y procuro no confundir jamás talento con retorcimiento, talante con hipocresía. En fin, ya que nunca entro en polémica con ellos, les dedico, al menos, este post de sábado lluvioso. Tardaré en volverme a ocupar de ellos.
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