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Mi amigo, un aragonés casado con catalana-de-toda-la-vida, que ha ocupado altos cargos gubernamentales durante el socialismo relacionados con Cataluña, que siempre ha estado limpiamente en la vida pública y privada, no podrá cenar conmigo cuando, el próximo día 30, en cumplimiento de compromisos profesionales, acuda a Barcelona para ver de cerca qué ocurre en ese 1-o que tantos temen/tememos, aunque nadie haga nada por atenuar el tremendo choque que parece avecinarse. “No podré cenar contigo”, me dijo, “porque ese día estaré en Camboya”. Creí que bromeaba y no: había mantenido una discusión muy seria con una parte de su familia y, como consecuencia, decidió poner tierra de por medio. Y parece que no son los únicos que, en Cataluña, se quieren largar, hacia donde sea, en una jornada en la que los vecinos apuntarán lo que hace y dice el vecino, el hermano lo que piensa y proclama el hermano, el hijo vigilará si vota o no vota el padre, las cuadrillas de amigos, ese día, no saldrán a cenar.
Cuando escribo, en la tarde de este lunes, aún no sé en qué habrá acabado la Diada, tan concurrida, tan tensa. Conozco a muchos que se quedaron este lunes en sus casas, refugiados, procurando que nadie supiera si estaban o no estaban. Porque en Cataluña, como hace unos años ocurría en mi Euskadi, hay miedo. Miedo al qué dirán, al qué pensarán, al quién me denunciará y qué consecuencias acabará teniendo. El clima es pésimo, propio de situaciones poco democráticas. A eso, que se deriva de las leyes poco jurídicas, de las tensiones en el Parlamet donde a algunos no se les deja, suprema contradicción, ni hablar, de las prohibiciones de rotular en castellano, de no pocos excesos mediáticos, a eso hemos llegado.
La cuñada de otro amigo, persona tranquila y de costumbres más bien burguesas –bueno, como Puigdemont o Junqueras, sin ir más lejos–, votó en septiembre de 2015 a Junts pel Sí. No porque fuera independentista, que no lo es, sino para “darle una patada en los collons a Rajoy”, segura como estaba de que no habrá independencia. Ahora, cuando ya no está tan segura de nada, ha decidido obviar el pateo a quien sea y donde sea y quedarse en su casa. Este lunes ya empezó por no dejarse ver entre las multitudes de la Diada, constituyéndose, ella misma lo confesaba, con sonrisa amarga, en “mayoría silenciosa, más bien acallada”.
No sé cuánto tiempo se necesita para reconciliar a una familia, para recuperar unos amigos, para cambiar de tópicos y clichés. Diez días, decía John Reed, bastaron para cambiar el mundo. A Dios le fue suficiente con una semana para crearlo. Digo yo que en tres semanas bien podría hacer un milagro. Porque solamente eso, un milagro, puede ya hacer que el guardagujas cambie la vía del tren que se dirige a toda velocidad hacia su trágico destino, convirtiendo también en tragedia la vida de otros muchos que no quisieran ir en los vagones que descarrilarán.
Así están las cosas y no creo que ni el Tribunal Constitucional, ni el Fiscal, ni la Guardia Civil y ni siquiera la televisión –la del lado de acá, claro—puedan cambiarlas, a menos que el hombre del maletín, que reside en La Moncloa, apriete su particular botón rojo, y entonces comiencen a salir de la cartera esos dossieres tan vergonzantes, eficaces como misiles, que acabarán por desacreditar de una vez a esos lamentables señores que dirigen un ‘procés’ que a todos les, nos, hará desgraciados. Al menos, durante un día, el 1-o, que ya el 2-0 todo va a ser, pienso, diferente. Y mi amigo podrá regresar de su periplo por el muy lejano Oriente, y tal se encuentre todo tal como estaba antes de un huracán peor que Irma invadiese las almas de los catalanes y de todos nosotros.
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