Hace tiempo que pienso que la vicepresidenta económica, hoy vicepresidenta primera, Elena Salgado, es uno de los puntales de este Gobierno que, en general, se tambalea a ojos vista. Es dura, correosa, fría como un témpano y por casi nada se deja sorprender. Los suyos no son esos ojos del pánico que hemos entrevisto nuevamente esta semana ante las cifras macroeconómicas, ante los ‘test’ a nuestros bancos, ante la evidencia de que algo en la Unión Europea, de la que tanto dependemos, no marcha bien. Salgado ni se despeina ni se altera: juega el reducido juego que le permite el campo y tiene siempre una palabra serena en medio del vendaval.
Pero, claro, no es esa la tónica general. Los demás, el común de los mortales, combaten,combatimos, ese pánico mirando hacia otro lado: el Titanic se hunde y los pasajeros miran ensimismados al mar, como sugería esta semana el ministro italiano de Finanzas. Hoy, ese mar al que obstinadamente miramos los españoles con tal de no enterarnos de los ruidos pavorosos del casco se llaman Camps, o Faisán, o Francisco Alvarez Cascos, o incluso ese peculiar senador canario llamado Casimiro Curbelo, de florido lenguaje contra los policías que acudieron a detenerle cuando escandalizaba en una sauna placentera.
Ya sé, ya sé que no hay que mezclar unas cosas con otras, y que el hecho de que el presidente de la Generalitat valenciana vaya a ser juzgado por el peculiar delito de cohecho impropio poco tiene que ver con el recurrente caso Faisán con el que se pretende, en palabras de José Bono, ‘cazar’ al candidato Rubalcaba. Y menos aún se puede poner en el mismo saco la conducta de Curbelo, si no fuese porque refleja la curiosa manera de entender los privilegios de sus cargos que algunos de nuestros representantes políticos tienen.
Muchas veces he defendido que los trajes de Camps son una anécdota, elevada por el propio presidente valenciano, en una concatenación de errores políticos, a casi categoría. Me temo que no va a ser juzgado tanto por la vestimenta cuanto por mentir sobre ella y por mantener su silencio evasivo, una actitud en la que es secundado por la patentemente incómoda dirección del Partido Popular. Tampoco me parece que el asunto del ‘chivatazo’ al dueño del bar Faisán esté causando tanto revuelo por el hecho en sí mismo –la lucha contra ETA ha justificado episodios más graves que este– cuanto por la coyuntura política y por la falta de explicaciones reales del ya ex ministro del Interior, de su segundo y ya ministro de la cosa y de los policías implicados presuntamente en el asunto.
Claro que no pido ni exculpaciones, ni perdones ni, mucho menos, abundar en ese mirar para otro lado al que al comienzo me refería. Todo lo contrario: Camps tendrá que someterse a los dictados de la Justicia y hasta, quién sabe, ir pensando en hacer las maletas. Rubalcaba, que sabe que en el Faisán no hay caso judicial contra él, tendrá que afrontar, no obstante, las consecuencias electorales de un asunto en el que el PP ha encontrado carne que morder. Etcétera.
De lo que yo me lamento es de la falta de transparencia, de las malas mañas de una clase política que por un lado reclama reformas y regeneración –he escuchado mucho de esto, a algunos de los mejores de todos los partidos, en un curso que he dirigido durante la semana en la Universidad Menéndez y Pelayo– y, por otro, siempre escurre el bulto a la hora de dar la cara y asumir responsabilidades.
Sí, supongo que Camps debe pagar la pena de banquillo –que tiene mucho de pena de telediario–, Rubalcaba la pena de urna y Curbelo la pena de la ignominia. Pero ninguno de esos casos, ni el de Cospedal denunciando la herencia recibida de un Barreda que ahora nos cuenta no sé qué milongas para justificarse, ni el de José Blanco trastabillando sus expliaciones en su estreno como portavoz, ni el de la valenciana Lola Johnson saliendo a explicar que no ha estudiado el auto sobre su jefe Camps, pero que no lo comparte, nada de esto, nada, esconde el rostro del miedo. De ese pánico ante unas cifras que no entendemos del todo y de las que nos queremos evadir. Esas cifras a las que parece que Elena Salgado, inesperado timonel en la galerna, se asoma con sus ojos helados diciendo: no es para tanto. ¿No?
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