Ya sé que esto que escribo va a resultar polémico, pero me alegro de que Arnaldo Otegi haya resultado absuelto por la Audiencia Nacional en el caso de su participación en el famoso mítin de Anoeta, hace seis años. No siento la menor simpatía por Otegi, y creo que tiene muchas cuentas pendientes con la sociedad española, pero jamás ví delictivo su protagonismo en este mítin, que, de hecho, supuso el inicio de un viraje hacia posiciones de paz por parte de la que hasta ahora era una coalición que ‘de facto’ implicaba el brazo político de la banda terrorista ETA.
No figuro entre quienes creen que Otegi es, como un día sugiriera Zapatero, “un hombre de paz”. Pero sí creo que ha visto con claridad la necesidad de adaptarse a las actuales circunstancias, en las que la banda de horror y del terror vive sus peores momentos en sus cuarenta años de historia lamentable. Y esas circunstancias pasan por la ausencia de pistolas, por defender las ideas en el Parlamento, por la aceptación de la democracia y de una legalidad vigente que se asienta en el acuerdo de la mayor parte de las fuerzas políticas.
Hay quienes se empeñan en hacer de Otegi un mártir para su causa; grave error. Hay otros que quieren considerarlo como la ‘baza negociadora’ secreta del Gobierno de Zapatero-Rubalcaba; creo que es otra equivocación. Otegi es una víctima de sus errores, de sus excesos, de su fanatismo. Como los otros, de quienes, en todo caso, le distinguen un cierto olfato político y un talante acaso algo menos visionario. No creo que esta sentencia acelere el proceso de liquidación de ETA, pero estoy seguro de que mal, lo que se dice mal, no viene, digan lo que digan aquellos a quienes cualquier paso en la buena dirección, cierto que tímido, siempre les parece mal e insuficiente.
Ahora solamente falta que este peculiar personaje, que ha sabido aguantar un año largo en prisión amparándose solamente en sus recursos legales, y no en otras pruebas de fuerza, dé un valiente paso adelante y merezca una cierta confianza—una confianza total ya jamás podrá dársele—de la sociedad. Porque en algún momento, siento decirlo, habrá que negociar un fin definitivo de esa pesadilla que se llamó ETA. ¿Llegará algún día Otegi a ser, de verdad, un ‘hombre de paz’? Albergo la duda, pero no me pronunciaría tajantemente en contra: quiero ser optimista.
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