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Quisiera, con su permiso, escribir mi primera columna de este año mirándome el ombligo colectivo, el de los periodistas. Tengo una sensación de orgullo por la labor que muchos colegas y editores han realizado durante la pandemia que ojalá estuviese seguro de que ha acabado o lo está haciendo: eso de seguir saliendo en papel todos los días con los quioscos cerrados ha sido casi heroico, por ejemplo. O ir, armado apenas con un micrófono, a informar desde los lugares de contagio. Pero, a la vez, me quema la sensación de que, a veces, estamos haciendo un periodismo algo irresponsable. Nuestro propósito para el nuevo año habría de ser hacerlo algo mejor y de manera mucho, mucho más humilde.
Me asaltó esta reflexión viendo, en diversas cadenas y por redes, las ‘galas’ de Nochevieja, las aglomeraciones quizá imprudentes, los fastos de oropeles ‘fake’. Hablé, al tiempo, con no pocos amigos y familiares que pasaron la última noche del año casi en solitario, confinados por haber contraído el mal que estos días nos arrasa con nuevas características, surgidas de pronto: intenso contagio y menor, parece, gravedad. Pero aquí es donde creo que hemos de ser humildes y responsables. ¿Quiénes somos nosotros, los periodistas, para emitir diagnósticos, para llamar –ha ocurrido—‘histéricos’ a los ciudadanos que tratan de protegerse aceptando las recomendaciones médicas o haciendo cola ante una farmacia para proveerse de tests de antígenos?
Los meses pasados han sido pródigos en cosas inéditas, que jamás habíamos visto y que nunca jamás –ojala—veremos de nuevo. Y temo que algunos de nosotros, comunicadores en medios audiovisuales o escritores de columnas como esta, quizá nos hayamos visto obligados, o lo hemos hecho por pura vanagloria, a pasar por sabios ‘afganistanólogos’, virólogos o vulcanólogos, por poner apenas tres ejemplos. En el caso de un compañero que nos machacaba en tertulias disertando sobre lo que ocurría en Afganistán, pude comprobar que no sabía situar a ese país en un mapa ciego. De los volcanes, la mayor parte no tenemos ni idea, aunque nos hayamos empeñado en simularlo en ocasiones. Y del virus…
En este último terreno hube de pedir a dos colegas que cesasen de llamar públicamente “histéricos” a quienes temen por su seguridad ante la pandemia. Cuando los propios especialistas discrepan acerca de si se deben o no endurecer las medidas de protección ante un virus que puede que no mate –generalmente, digo–, pero que se extiende a la velocidad del rayo, no creo que los periodistas, a veces definidos como licenciados en todo y doctores en nada, debamos lanzarnos a recomendar o no una conducta a la población. Nuestro papel es el de recoger lo que dicen quienes saben, o deberían saber. Como mucho, proponer el debate entre los expertos; no ejercer de dispensadores de recetas. ¿A quién se le ocurre pedir desde una televisión pública a dos conocidas folclóricas –sin duda buenas en los suyo—que nos ofrezcan sus dictámenes sobre la pandemia? Con razón a veces arden las por otro lado frecuentemente insensatas redes sociales…
Y así, en otras cosas. Hemos decidido que no conviene hablar de suicidios –el mal de los últimos años—porque ‘no conviene’ hablar de eso. Sin caer en la cuenta de que el combate contra un mal, y esto puede extenderse a otra vieja discusión, si se debía o no hablar de los atentados terroristas, exige primero diagnosticarlo públicamente y no dar la impresión de que se oculta. Edulcorar o agravar de modo artificial una situación hará que los lectores, oyentes o telespectadores pierdan confianza en los comunicadores: ya decía Talleyrand que lo excesivo se convierte en irrelevante. Y que el no se si bien llamado cuarto poder recupere la confianza del público es tan vital como que la recuperen quienes administran nuestras vidas, los representantes de los tres poderes clásicos de Montesquieu.
Temo que unos y otros hayamos perdido una parte de esa confianza. Solo la verdad nos hará libres. Y la verdad es que los periodistas no tenemos siempre, en todo, la verdad. Ni tenemos la obligación de hacer, con nuestras ocasionales desmesuras y egos, que todos se fijen en nosotros. Le confesaré uno de mis escasos propósitos para este 2022 que nos llega como seguro suministrador de sorpresas que no habremos podido ni sabido identificar previamente, porque, contra lo que a veces creemos, no somos oráculos: no volveré, hasta donde me sea posible, a sentar cátedra sobre temas que desconozco.
Puede que ello me lleve a demasiados silencios y quizá se me vea y oiga en menos tertulias; porque, claro, es mucho más lo que se ignora que lo que se sabe, sobre todo cuando los frentes informativos son tantos que se hacen imposibles de aprehender. Y es sencillo perorar, pero muy complejo informarse, especialmente en un mundo sin transparencia. Pero estoy convencido de que, para responder a la misión que la sociedad nos requiere, hemos de hacer una reflexión colectiva, una autocrítica, algo similar a lo que aquí propongo. Ya vamos tardando, quizá.
fjauregui@educa2020.es
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