La pregunta me surge tras haber visitado, durante apenas dos días, las islas Galápagos, una reserva natural de la humanidad que a punto estuvo de quedarse en basze militar norteamericana tras haber sido, ironías de la vida, paada y fonda de los piratas caribeños y de los balleneros depredadores. Hoy, las islas Galápagos, dependientes de Ecuador, están superprotegidas, hay una fundación, la Charles Darwin –que fue el primero en darse cuenta, allá por 1835, de la importancia ecológica de estas islas–, encargada de asegurar que la población de torturas –y otros animales locales, como la iguana, los pingüinos o los lobos marinos– no se extingue, y el turismo está severamente controlado. Incluso, pienso que con ánimo algo oportunista, existe el proyecto de aumentar a 200 dólares el actual canon de ingreso de cien dólares, dicen que para estar seguros de que quien visita el archipiélago es un interesado en el acologismo y no un playero salvaje de los que tanto abundan en ciertas costas nacionales que conocemos. Todo lo cual no quiere decir que elporvenir esté garantizado: ha habido otras reservas naturales de la humanidad –recuerdo la de las torres del Paine, al sur de Chile, en parte quemada por el descuido de un idiota– que han sufrido lo indecible por la acción irresponsable del hombre.
Lo que sí puedo decir es que, hasta ahora, el cuidado de las islas Galápagos es casi modélico, aun cuando suponga algunos inconvenientes para la libertad del visitante: no todas las islas se pueden visitar, en ninguna de ellas se puede construir al libre albedrío, lograr permisos de navegación es tarea complicada y las poblaciones –yo conocí la de Puerto Ayora, en la isla de Santa Cruz, un pueblo acogedor y alegre– se mantienen más o menos como hace cuatro décadas, aunque su población haya crecido algo. En las Galápagos se va a vivir de cerca la naturaleza, a pasmarse ante la confianza que muestran hacia el ser humano unos animales acostumbrados a ser bien tratados –un lobo marino vino a jugar conmigo en una playa de isla Bartolomé, y ni los cangrejos del mar, cuya pesca está prohibida. te rehuyen– y a disfrutar de una tranquilidad sin televisores y prácticamente sin esa actualidad que tanto nos carcome a quienes vivimos de este oficio del periodismo. Es, en suma, como trasladarse a otro mundo, cosa que hacen unos ciento veinte mil privilegiados al año.
Escribo esto casi como un intento más de aldabonazo: en Galápagos sería impensable encontrar paisajes rurales como los que hallamos cada dos por tres en España: parajes maravillosos arruinados por el cúmulo de botellas, plásticos y papeles dejados allí sin la menos consideración por grupos de personas a quienes el medio ambiente, y quienes queremos disfrutar de él, les importan muy poco.
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