Vuelve José María Ruiz-Mateos a las portadas. Como hace veintiocho años, cuando aquella extraña expropiación –y luego, más extraña aún reprivatización—del imperio Rumasa: el otro 23-f. Confieso que siento un cierto afecto entrañable por este hombre patético, luchador, equivocado, que tantos perjuicios me provocó, intencionados unos, quizá no tanto otros.
Es el caso que, a raíz de un comentario radiofónico mío tras uno de los conocidos avatares del empresario jerezano –creo que fue a propósito de la payasada del enfrentamiento con Miguel Boyer–, me desperté un día con el aviso de que a numerosas redacciones madrileñas había llegado una trascripción de mis conversaciones telefónicas a través del móvil. Nada especialmente importante, aunque en una de ellas respondía a las preguntas de una redactora de una revista política sobre mis opiniones acerca de una posible abdicación del Rey, tema del que por entonces circulaban algunas especulaciones. Pero, en todo caso, el ver, negro sobre blanco, reproducido el contenido de mi privacidad me hizo sentir una sensación de náusea.
Puse el caso en manos del juez de guardia, acusando a Ruiz-Mateos, que había tenido la desfachatez de atribuirse el espionaje de mi teléfono y el envío de la trascripción nada menos que en una entrevista radiofónica, donde comentó algo así como ‘quien me la hace, la paga’, tergiversando de paso mis opiniones sobre los rumores de la abdicación. Como ya venía haciendo con otros casos en los que estaba involucrado, el peculiar empresario no compareció ante las citaciones del Juzgado, hasta que el magistrado, harto, ordenó su captura –fue detenido en un avión hacia Atenas—y encarcelamiento. Y en la cárcel pasó Ruiz-Mateos tres días hasta que, a petición de un familiar suyo, desistí de mi querella.
Luego tuve una relación distante, aunque no hostil, con un Ruiz-Mateos que ya era un juguete roto, si bien con pretensiones de renacimiento. Un día descubrí que uno de sus empleados, que tuvo alguna actuación pública bufonesca, se llamaba como yo, lo que me provocó no pocas molestias. Pero aprendí a compadecer, más que otra cosa, a aquel hombre capaz de gritar “malandrín, canalla”, durante todo el viaje, a cualquier ‘adversario’ –yo mismo, por ejemplo—sentado cuatro filas delante de él en un avión.
Cuento esta anécdota porque, simplemente, no comprendo cómo ha podido este personaje, ciertamente peculiar e irrepetible, generar la confianza de miles de inversores en su renacimiento empresarial. Cierto: fue maltratado hace casi tres décadas y aún hoy sigo dudando de la equidad de la decisión de Miguel Boyer al arrasar aquella Rumasa que fue la niña mimada del desarrollismo franquista. Pero no menos cierto es que Ruiz-Mateos, lo mismo que otros ex empresarios (o ex banqueros) que hoy quieren presentar una alternativa al sistema, sugería unos índices de confianza no demasiado elevados. ¿Quién pagará ahora los nuevos platos rotos?
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