Pero ¿quién coño dice que este es un país normal?

Escucha usted los informativos y le hablan del colapso en las carreteras, del lleno casi total en hoteles y casas rurales, ve usted las imágenes de playas abarrotadas, contempla cómo el Rey se despide de los deportistas olímpicos añorando sus viejos tiempos –qué tiempos…– de abanderado del equipo en una Barcelona llena de banderas rojigualda y entonces usted siente la tentacion de pensar: ‘qué diablos; las panaderías abren, los bancos funcionan, los grandes almacenes siguen vendiendo cada vez más, lo mismo que las fábricas de coches…eso es la normalidad, y ya me dirá usted qué importa si el Gobierno está o no en funciones’. De acuerdo: la apariencia es de normalidad, casi de prosperidad. Claro que, al tiempo, se celebraba este viernes el Consejo de Ministros pidiendo al Tribunal Constitucional que abra la vía penal ante el desafío secesionista de una parte del Parlament catalán, lo cual ya abre una pequeña sospecha a la posibilidad de que la normalidad, bien miradas las cosas, no sea tanta.

Le voy a contar a usted mi verdad, que no tiene por qué ser ‘la’ verdad, que es algo inaprehensible: jamás, en toda mi desgraciadamente larga vida profesional, me he enfrentado a un mes de agosto con tanta anormalidad política, económica y social envuelta en el papel de plata de los caramelos ‘normales’. De hecho, los periódicos están llenos de titulares que, al parecer, importan poco al ciudadano medio, hartísimo de los avatares que protagoniza eso que se llama clase política, pero que evidencian cierta gravedad: el enorme debate de constitucionalistas –ya he dicho que mala cosa cuando los constitucionalistas se adueñan de la polémica—sobre si Rajoy está o no obligado, en virtud del tristemente famoso artículo 99 de la Constitución, a comparecer en una sesión parlamentaria de investidura tras haber aceptado, quién sabe con qué condiciones, la invitación del Rey.

Y de ahí pasamos a todo lo demás: si, fracasado Rajoy en sus proyectos de llegar a un pacto para ser investido, porque parece que nadie le quiere –ya veremos–, debe Pedro Sánchez intentarlo con un conglomerado de fuerzas que, desde Podemos al PNV, se llevan fatal entre ellas, y con el propio PSOE. Que si Ciudadanos tiene que revisar sus negativas, que si los socialistas han de variar el rumbo… En fin, todo apunta a que estamos repitiendo las polémicas de diciembre de 2015, y que, a la vista de lo que estamos viendo, o alguien hace algo, o hala, de cabeza a las terceras elecciones, mal supremo que ya algunos vienen admitiendo como inevitable, aunque quien suscribe se niega a ello: de ninguna manera. Las elecciones repetidas no pueden convertirse en lo normal en este país que se va desquiciando a base de acontecimientos sin precedentes.

Bueno, si todo esto, más las advertencias de la UE, más la proximidad de los juicios otoñales de Gürtel y de las tarjetas ‘black’ y de la sentencia contra una hermana de Rey, puede considerarse normalidad, venga Dios y lo vea. Y es que ocurre que agosto suele ser un espejismo, un escape colectivo –bueno, el que pueda escaparse, claro, que no son todos–, que sirve para olvidar las pesadillas que llegan hasta el último viernes de julio. Y que, como el dinosaurio de Monterroso, ahí seguirán en septiembre.

Bueno, pues eso: que llegan los Juegos Olímpicos y es posible, toma normalidad, que nos traigamos algunas –no muchas te advierten—medallas. Y que en la playa de mi pueblo no cabe un alfiler, así que, ante tanto éxito de aglomeración, yo celebro esta normalidad quedándome en casa por si hace falta echar una modesta mano, desde la crítica periodística, a la construcción de un país que debería ser como los demás y resulta que no siempre, no en todo, lo es. Menos mal que, para anomalías, nos quedan Trump, Le Pen y un par de chiflados más, que si no… El que no se consuela es porque –será anormal, el tipo en cuestión– no le da la gana.

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