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¿Serán estos los árbitros de la próxima situación política? No, otra vez no, por Diossss…
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En menudo lío nos han metido entre todos. Votaremos en abril, en mayo y, si se repite el escenario de 2016, cuando caímos en lo más profundo del pozo de la crisis política, de nuevo en septiembre… o así. Todo dependerá, claro, de lo que ocurra en las elecciones legislativas del casi inminente 28-a, que es cuando Pedro Sánchez ha fijado la marcha a las urnas: ya este domingo tenemos los primeros indicios vía encuestas, que dan a los socialistas como ganadores de estos comicios de abril, pero, claro, no por la mayoría suficiente como para lograr una investidura nuevamente de Sánchez.
Y entonces ¿qué? Pues eso: que, en el peor de los escenarios, quizá habría que repetir nuevamente las elecciones, como ocurrió en junio de 2016 tras haberse imposibilitado, durante cinco meses, la formación de un nuevo Gobierno, una vez que Rajoy –tampoco Sánchez, claro– no consiguió los escaños suficientes para ser investido. Solo que ahora podría calcularse que esta repetición se produciría, con los plazos inciertos que ofrece el artículo 99 de nuestra Constitución, allá por el otoño. De nuevo colocamos al Rey en el epicentro de la tormenta, de nuevo habrá que buscar apoyos entre los nacionalistas, quién sabe si intentar, horror, otro ‘Gobierno Frankenstein’. O meter a la ultraderecha en un pacto legislativo. Puede ser un lío, en efecto.
Acorralado por la no aprobación de los Presupuestos que elaboró con Podemos, y animado, al tiempo, por unas encuestas relativamente optimistas para él, Pedro Sánchez anunció el viernes la disolución de las Cámaras –que se producirá dentro de poco más de dos semanas—y la consiguiente celebración de unas elecciones generales anticipadas en un año y dos meses con respecto a lo que habría sido el calendario ‘normal’ de esta Legislatura que ya muere. Lo que ocurre es que nada ha sido ‘normal’ en esta Legislatura, ni en la anterior, ni en la anterior: llevamos más de tres años sumergidos en una intensa crisis política de la que poco indica que vayamos a salir si los dirigentes políticos que nos hemos dado no varían sus métodos, sus méritos y sus mesianismos. Y sus alianzas.
Desde luego, no me encuentro entre los críticos ‘por principio’ al actual Gobierno de Pedro Sánchez. No, desde luego, en el sentido de los instigadores de la manifestación de Colón del pasado domingo, un acto del que alguno de sus propios convocantes ha tenido ya ocasión de arrepentirse. Pero me resulta, al tiempo, difícil entender qué justifica que el partido que sustenta al Ejecutivo, el PSOE, suba en intención de voto y los augures demoscópicos le otorguen alrededor de veinte escaños más de los obtenidos en junio del 16. La Legislatura que muere tras el triunfo de la moción de censura contra Rajoy, hace de eso ocho meses que parecen ocho años, no ha tenido, desde luego, los perfiles brillantes con los que Sánchez trató de deslumbrarnos desde el atril de La Moncloa el pasado viernes. Hasta Franco sigue en el Valle de los Caídos.
Ahora, enfrentado a una tórrida primavera electoral, que va a propiciar el cambio de miles de cargos público-políticos, el país se paraliza de nuevo, aderezados los titulares, para colmo, por los avatares de un ‘juicio del siglo’ contra los secesionistas catalanes que empezó con más normalidad de lo que era de prever, pero que registró esta semana que termina una intervención de Oriol Junqueras, el principal procesado, muy seguida por los ciudadanos: nadie quiere convertirle en un ‘Nelson Mandela a la catalana’, pero ese riesgo, al menos internacionalmente, no podemos desconocer que existe. Y resultaría absurdo también ignorar que la ‘cuestión catalana’ tiene mucho que ver con la crisis política nacional y con la indudable involución que se está produciendo en la ciudadanía, y que a saber qué consecuencias tendrá a la hora del voto. Solo diré que, mientras el de Podemos parece que se desinfla algo, la ‘novedad’ de Vox crece, dicen al menos los sondeos. Y a mí, qué quieren que les diga, la posibilidad de que este partido se erija en el árbitro de las combinaciones que se puedan dar en el futuro para llegar a la formación de un Gobierno, me produce escalofríos.
Decía Macron, en una entrevista en ‘Le Point’ cuando aún no era presidente, que “habrá que cortar las dos puntas a la tortilla para que las personas razonables gobiernen juntas, dejando de lado a los dos extremos, de derecha e izquierda, que no entienden nada del mundo”. Ahora, el presidente francés ha ‘fichado’ a un connotado gaullista, como Alain Juppé, persiguiendo esa reconciliación nacional que busca afanosamente tras el estallido de los ‘chalecos amarillos’, que es similar al que los ‘indignados del 15-m protagonizaron en España. Solo que los vecinos del norte han buscado soluciones imaginativas, y por estos pagos, ya lo ven, seguimos aferrados a las viejas recetas, a los discursos frentistas de siempre, que nos han llevado hasta aquí. O sea, a pensar, Dios nos libre, en que la hipótesis de unas elecciones legislativas de nuevo allá por el otoño serían, son, posibles. La repera, vamos.
fjauregui@educa2020.es
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