Cuando nada menos que una reforma constitucional sale adelante por una mayoría de 318 diputados frente a 16 ‘noes’, máxime en un país cainita y poco dado al consenso, es que o la reforma es buena o que la necesidad aprieta.
A mí me parece que la ambigua reforma del artículo 135 de la Constitución no es ni buena ni mala: sus efectos van a tardar en percibirse, si es que se perciben, porque el gasto autonómico hay que frenarlo por vías más expeditivas y mediante un consenso como el que, afortunadamente, ya ha empezado a darse entre el PSOE gobernante y el PP que gobernará.
Lo que sí parece que era esta reforma, destinada a limitar el déficit, o a dar la sensación a los mercados de que se quiere limitar por todos los medios, es obligada. Usted no va a notar en su vida cotidiana que un artículo de la Carta Magna ha sido modificado. Pero temo que sí lo hubiésemos notado, y cómo, si no se hubiera producido esta modificación u otras que hubiesen implicado una mayor dureza hacia los ciudadanos.
Temo, ay, que cualquiera que hubiese estado gobernando en España, de cualquier partido, se habría visto obligado a ponerse firme ante ciertas llamadas procedentes del exterior, como han tenido que hacerlo incluso los países más poderosos de la UE. Así que ¿a qué tanto jaleo? Seamos pragmáticos y aceptemos lo inevitable, sobre todo cuando lo inevitable también trae consecuencias positivas. Una de ellas, que los dos ‘grandes’ han entendido, al fin, que tienen que entenderse, ahora y tras las elecciones del 20 de noviembre. Laus Deo.
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