Que dice Borrell que lo peor está por venir; pues vaya…

–(Sánchez: ‘conversación de altura’ con la prensa)
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Dicen que, en toda guerra, también en la que enfrentó a Gran Bretaña con la Alemania nazi, hay dos embajadores, uno de cada lado, que dialogan. Tratando de evitar mayores catástrofes. En el caso que me ocupa, son la vicepresidenta Carmen Calvo y la poderosa consellera de Presidencia de la Generalitat de Cataluña, Elsa Artadi. Han hablado ‘en secreto’ y tratan ambas, que son personas pragmáticas, de pavimentar el camino del diálogo futuro entre Pedro Sánchez y Quim Torra, lo que ocurrirá en algún momento, si el segundo no lo estropea todo, entre esta semana y el mes de noviembre.

Me parece incierto, contra lo que publicaban este domingo algunos medios, que el Gobierno de Sánchez se la juegue con las inminentes votaciones en el Congreso de seis decretos con cuyo contenido –ojo, no con las formas: el ‘decretazo’ es siempre poco estético– resulta difícil estar en desacuerdo, e incluyo la salida de Franco del Valle de los Caídos. No; el Ejecutivo Sánchez no caerá por tener solamente 84 escaños y depender del abrazo del oso Pablo Iglesias para sacar adelante cualquier iniciativa en la Cámara Baja (lo del Senado es otra cuestión, potencialmente muy conflictiva). El Ejecutivo Sánchez caerá si no puede resolver satisfactoriamente el problema catalán, que es, en el fondo, por lo que cayó Rajoy, mucho más que por la corrupción.

Creo que Sánchez, diga lo que diga este martes un Torra lanzado a una mal calculada insensatez, de ninguna manera va a agitar el espantajo de una nueva aplicación del artículo 155 de la Constitución, como le piden insistentemente, y pienso que equivocadamente, Ciudadanos y el Partido Popular. Lo que sugieren las encuestas que se publican estos días es que los españoles prefieren diálogo, aunque las simpatías entre Cataluña y el resto de España sean, hoy por hoy, perfectamente descriptibles y coticen a la baja.

Lo que está por ver es si Torra es o no capaz de erigirse en interlocutor de Sánchez o todo se quedará en un buen entendimiento entre Calvo y Artadi, como todo se quedó en un momentáneo flechazo político entre Soraya Sáenz de Santamaría –a ver cuándo nos cuenta tantos secretos almacenados en su cerebro– y el hoy encarcelado Oriol Junqueras, que tengo para mí que sería ahora, si no estuviese entre rejas, el mejor negociador posible con el Estado. Lo que ocurrió es que las relativamente buenas palabras de aquella ‘operación diálogo’ se estrellaron contra el muro de silencios levantado por Rajoy y Puigdemont.

Necesitamos una nueva ‘operación diálogo’. Pero el cerebro del Estado –y, por tanto, los gobiernos– propone y el brazo togado dispone, sobre todo una vez que se le han dado, como Rajoy le dio, todos los poderes. A ver qué pasa con ese contencioso planteado en Bélgica contra el juez Llarena, que aseguran que de ninguna manera piensa ir a Bruselas como le requiere el magistrado belga: que se ocupe su bufete defensor, que para eso nos sale tan caro.

Algo tiene que pasar. No puede ser que entremos en la dinámica perversa Diada-manifestaciones para ‘conmemorar’ el ‘referéndum’ del 1 de octubre-lazos amarillos por los que ellos llaman ‘presos políticos’- paralización, en fin, de Cataluña. Lo que ocurre es que los periodistas que compartieron el ‘Air Force One’ con Sánchez en el regreso de Costa Rica se mostraban encantados con la simpatía y accesibilidad –allí y entonces, a cuatro mil metros de altura– del presidente, pero, al menos con quien yo hablé, se mostraba inseguro de que haya conejos en la chistera presidencial. Y necesitamos, no sólo el Gobierno, sino todos, algún milagro, que no creo que vaya a ser la reconversión, como Saulo, de Torra: no hay peor ciego que el fanático que, además, no quiere oir.

Y así andamos, ahora que de veras empieza un curso político ante el que todos estamos muy aprensivos. Empezando por el influyente Josep Borrell, ministro de Exteriores y asesor más que áulico del inquilino de Moncloa: nos ha dejado dicho, glub. que «lo peor todavía puede estar por llegar», porque «no hay razones poderosas para el optimismo». Confiemos en que se equivoque. Aunque yo, personalmente, estoy a punto de creerle.

fjauregui@educa2020.es

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