Nunca he sido partidario de dar a los poderes consejos que nadie, por otro lado, me ha pedido, y que tampoco se aceptarían de buen grado, si llegasen a sus destinatarios. Lo que sigue a continuación, por tanto, no es sino la apreciación de un ya veterano mirón de la política, siempre, eso sí, desde la pretensión de la independencia y de resultar útil en lo que me quepa, que es poco. Y, desde tales premisas, me creo forzado a advertirme convencido de que Mariano Rajoy, a quien desde luego respeto, está a punto de cometer un error de tamaño considerable. A no hacer una crisis más grande en su Gobierno que la mera sustitución de Luis de Guindos me refiero.
Es obvio que a Rajoy le produce escalofríos la idea de una remodelación ministerial más allá de lo que le es forzoso. Pero una mutación de rostros en el Consejo de Ministros resulta obligada si de verdad se quiere –que tampoco estoy seguro—iniciar una nueva etapa tras el enorme desgaste sufrido como consecuencia de la obligación de atender a la estabilidad, pese a todo, en Cataluña. Los ministros/consellers han tenido, en alguna ocasión, que abrasarse en esta doble función, teniendo, a la vez, que mantener la sonrisa y una apariencia de calma. La imagen del titular de Justicia, Catalá, componiendo el gesto tras escuchar al president del Parlament hablar, en un acto público, de “presos políticos” valía, a este respecto, más que mil palabras.
Eso, cuando una encuesta del instituto de opinión afecto a la Generalitat señalaba que son más los catalanes que creen en un acuerdo bilateral con el Gobierno central que en la independencia. Hace falta, pues, evidenciar la voluntad del Ejecutivo que preside Rajoy por negociar –pero ¿con quién? ¿con un preso?¿con un fugado?—con el independentismo catalán. Y, por cierto, también con el conjunto de la sociedad española, cuya tensión se muestra, por ejemplo, en las manifestaciones de jubilados en cuarenta ciudades españolas. Seguramente, ni para una cosa ni para otra bastan ya los rostros cansados de algunos ministros, quizá incapaces, pese a sus méritos, de afrontar las demandas de cambios, de una segunda transición, de que desde los poderes se aporte una dosis de ilusión sobre la parálisis.
No, tampoco basta con los esfuerzos algo descoordinados de Rajoy, que a veces incluso trata de adentrarse en un para él imposible populismo, llegando hasta a apoyar públicamente la absurda composición de una cantante poniendo letra al himno nacional. El presidenta sale a los foros, comparece en las sesiones de control parlamentario, hace frente a sus obligaciones internacionales cuando arrecian las críticas periodísticas europeas por el ‘retroceso’ de algunas libertades en España; pone buena cara y mantiene la impasibilidad de un gentleman paseando por Bond Street. Pero la procesión, es obvio y lógico, va por dentro. No seré yo quien le niegue todo mérito al presidente del Gobierno central; pero la parálisis política que nos han contagiado desde Cataluña es patente.
He escuchado en las últimas semanas a mucha gente, en muchas ciudades españolas que he debido recorrer, hablar de la necesidad de un cambio de caras, que lleva aparejado un cambio de ideas y una renovación de impulsos. No caben ya las poltronas, ni el conformarse porque las cosas no van a peor, porque los turistas siguen llegando y las cifras de la macroeconomía se mantienen en bonanza. No, no voy a enumerar a los ministros que pienso que deberían ser relevados tras agradecérseles –y mucho—los servicios prestados; es al presidente a quien compete nombrar y separar a sus ministros. Pero sí digo, desde la modestia del lugar –insisto, de mirón perpetuo—que me corresponde, que Mariano Rajoy está a punto de cometer un nuevo pecado de inmovilismo no dando otro puñetazo, esta vez renovador, sobre la mesa monclovita.
fjauregui@educa2020.es
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