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((A lo largo de cinco meses y casi una veintena de presentaciones –el día 12 haremos la vigésima en La Coruña–, he visto cómo cambiaba la mentalidad en España: menos tolerante, algo involucionada, menos dialogante. Cataluña nos está cambando a todos, y no para bien))
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No me considere usted inmodesto –no soy más que un mirón al fin y al cabo—, pero me parece que, en apenas cuatro meses, he visto cómo cambiaba la mentalidad de un país. Cómo todo se endurecía, se hacía más pétreo, menos dialogante. Y es que han pasado muchas cosas en este país nuestro, en su cuerpo social, que se ha hecho mucho más coriáceo, más demandante del castigo que del perdón, del palo que de la zanahoria. Me he quedado en minoría cuando pido diálogo, comprensión y que todos asumamos que el otro puede que tenga una parte de razón.
Se mofaban de quienes entraban en prisión con un gesto a punto del llanto. “Cobarde, llorica”, le decían en algunos titulares de comentarios. Ir a la cárcel, cuando, encima, estás convencido de no haber cometido delito alguno contra los demás, es algo muy serio. Dejas a los tuyos, lo tuyo, y entras en un mundo desconocido marginado, reprimido. Solo te queda saber que los tuyos es posible, ni siquiera probable, que te consideren un héroe. Pero ¿y qué?
Estoy, claro, con la legalidad, con el anti independentismo –quiero a mi nación una, fuerte–. Hay que respetar y cumplir las leyes. Pero también se pueden cambiar. De la misma manera que acato la Justicia, pero creo que las acciones de los jueces se pueden criticar y discrepar de ellas. Yo no estoy con Llarena, en lo que está haciendo, que pienso que lo hace ante sí y por sí –quizá me equivoque y sea un mero transmisor, ejecutor, de órdenes–. Me dan miedo las consecuencias de todo esto que estamos haciendo: no se puede encarcelar así como así a los máximos representantes de lo que piensa casi la mitad de los catalanes y creer que luego nada va a ocurrir.
Sí, ocurrirán cosas. Todas ellas indeseables. Me dirán que ya no quedaba otro remedio, que se ha llegado a un punto inaceptable, que no se puede, así como así, declarar unilateralmente la independencia de un territorio, segregándolo de un Estado. Y sí, habíamos llegado a una línea roja que ya no se podía traspasar. Pero ¿cómo haberlo evitado? Eso: se podrían haber llevado las cosas de muy otra manera, no haber encargado de buenas a primeras al brazo secular togado la resolución de los conflictos. Y conste que no critico (solamente) a Mariano Rajoy: todos, entonces, respiramos aliviados cuando, sobre los hombros de las togas, o de una toga, depositamos el peso de la nación. Todo con tal de no sentarse a negociar, que negociación es cesión y hay quien presume de no haber cedido nunca nada: quien le echa un pulso, lo pierde. Mala filosofía, creo.
Sí, no importa que quien nos echa un pulso lo gane algunas veces. Quizá merecimos perderlo. Quizá, perdiéndolo, pudieron evitarse males mayores. Ahora, por haber ganado un pulso, puede que perdamos una guerra en la que nos va mucho, todo.
Yo no hablaré –líbreme Dios: me falta valor—de presos políticos. Tienen que pagar la culpa de haber echado un pulso al Estado, de acuerdo. Y el Estado tiene que defenderse. Solamente hablaré de prisiones provisionales que se prolongan excesivamente. Y de que el Estado para pervivir, tiene que mostrar fuerza, pero también clemencia y generosidad.
Nunca publicaré este artículo en mis redes habituales de crónicas sindicadas: lo dejo aparcado aquí, en este muy poco frecuentado blog, por si las moscas de un mañana… Hoy, la mayor parte de la gente no lo comprendería: el péndulo ahora reclama vendettas, mano dura, atajar una rebelión que no sé si se ajusta a lo que preveían las leyes cuando así se redactaron. Puede que algunos, quizá, me incluyesen en el buenismo, en la miopía de los tontos útiles. En Twitter, para lo que valga, me matarían. Pero me siento obligado a decirlo: creo que nada haría tanto daño al separatismo, que combato y combatiré, como una buena propuesta de diálogo con mano abierta, lo que no quiere decir que no haya de sancionarse el mal uso de las leyes o el desafío a una Constitución a la que, en todo caso, habrá que reformar.
Hay que hacer una propuesta de futuro. Y el futuro no pasa por las prisiones, que ahora pueden ser una fábrica de mártires. Esta es, en fin, una reflexión destinada a vagar perdida por los tiempos, sin eficacia ni seguidores: no me gusta nada, nada, lo que está ocurriendo en este país al que amo y se llama España. Ya sé que a usted, que predica otras soluciones y que también ama a España, lo que yo digo le parece de Juzgado de guardia. Y esa es la tragedia, que todo empieza a transcurrir entre juzgados de guardia y que lapidaríamos a Voltaire por haber proclamado aquello de “yo, que odio lo que usted dice, daría mi vida para que pueda seguir diciéndolo libremente”. No, Voltaire no está, definitivamente, de moda en estos años de penitencia.
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