Perdonad que siga con mis obsesiones, pero esto del nuevo periodismo me acapara cada vez más. Así que incluyo algunas reflexiones a vuelapluma que he utilizado para un artículo.
Aunque haya sido tomada como casi una cosa de rutina, que ya venía siendo anunciada, la reforma en el mastodóntico Ente RTVE supone el primer paso hacia los nuevos tiempos en la comunicación y la información en España. Carmen Caffarel, la directora del Ente, que no es un rostro nuevo, se ha convertido, no obstante, en el símbolo de ese cambio que nos llega imparable, inevitable. No falta quien diga, en estos tiempos de mudanza y de crisis paralela, que el periodismo es el único elemento, el único sector de actividad, que no ha experimentado aún la transición por donde sí han pasado la milicia, las fuerzas de Seguridad, la Banca, la Judicatura y tantas generaciones de políticos. Bueno, puede que no sea el único sector que no ha entrado a fondo en la renovación, pero sí es, desde luego, el más visible.
Periodistas de toda la vida siguen -seguimos- donde siempre, puede que diciendo las cosas de siempre, con el mínimo porcentaje de evolución exigible, pero no más que eso. Y, sin embargo, todo va cambiando: lo analógico se convierte en digital, la irrupción de Internet y de la prensa gratuita varían sensiblemente el comportamiento de los medios, los canales de televisión se multiplican, como la radio, y la señora Caffarel firma valerosamente, qué remedio, el decreto que va a significar el principio del fin del Ente tal y como lo conocíamos hasta ahora y durante toda nuestra vida. El hecho de que determinados talibanes de las ondas o de las columnas sigan comportándose como si la realidad la tuviesen que inventar ellos, como si no estuviese ya inventada al margen de ellos, como si tuviesen que pastorear a una sociedad a la que interpretan como menor de edad, no es sino la excepción que confirma la regla.
Al ver a Caffarel inaugurando, con calma pero sin pausa, con algunas protestas y bastantes aplausos, una nueva era en el mastodonte público, pudimos comprobar que la apuesta, esta vez, va tan en serio como cuando, por fin, irrumpió en nuestras vidas la televisión privada. Claro que entonces ni los móviles ni Internet eran lo que hoy son, con su carga de retos, promesas y amenazas, porque el camino apenas se ha iniciado. Y ya la información, lo sentimos por los talibanes, no va a ser nunca la misma: ahora hay que contar con el receptor de la noticia, capaz de responder, criticar y completar lo que le contamos. Así que el periodista gurú, intocable, profeta, se ha terminado. Aunque ese tipo de periodista aún no se haya enterado.
Es, sin duda, la revolución más importante que debemos afrontar en estos tiempos post-Guttenberg, aunque nadie la proclame ni la abandere. Simplemente, está ahí, y no nos queda más remedio que asumirla, nos guste o no nos guste. Es una verdadera lástima que algunos gobiernos, tantos poderes de toda índole, traten de impedir el avance de algo tan imparable. Es un esfuerzo tan inútil y vano como los intentos de poner puertas y dinteles al campo.
Puede interpretarse, claro, que la reforma del Ente RTVE para convertirse en Corporación empresarial no es sino cosmética; que algo cambie para que todo siga igual. Pero ya es imposible: el gran debate pendiente es, por supuesto, el que atañe a los medios de comunicación. Que deben recuperar su papel, van a hacerlo, en una sociedad cuyos dirigentes parecen querer desterrar a Montesquieu y su separación de poderes, y a los que, lógicamente, les molesta la existencia de unos medios de comunicación independientes, indómitos, disconformes, que no creen ni en razones de Estado ni en conveniencias sociales y que hacen suyo aquel lema según el cual "noticia es todo aquello que alguien no quiere que se publique".
El gran debate, señores, ha comenzado con la imagen de la directora general del ya casi ex Ente público RTVE cortando lazos con el pasado; quién se lo iba a decir a ella hace apenas tres años, quién nos lo iba a decir a nosotros, los periodistas, que ni siquiera pensábamos en acometer nuestras propia transición, mientras se la recomendábamos a todos los demás.
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