Se nos ha echado encima, ay, octubre, mes de pesadillas

Octubre es mes de revoluciones. La de 1917. La obrera de 1934, tan cruenta, en España. John Reed describió, en su ‘diez días que conmovieron el mundo’, la transformación de Rusia en el Estado soviético. En cambio, lo de 1934 en España ha tenido pocos cronistas ‘globales’ que alertasen suficientemente de una historia que hay que conocer para no repetirla. La huelga general revolucionaria de octubre de 1934, que prendió sobre todo en Cataluña, Asturias y el País Vasco, acabó con la proclamación del Estado federado Catalán a cargo de Lluis Companys, que ya se sabe en qué concluyó, y significó el ascenso de Franco, que ejerció, con otros, la represión en Asturias. Aquello ocurrió hace ochenta y cinco años. Parecería simplemente absurdo que alguien tratase de repetir ahora tan luctuosos sucesos.

Que no digo yo, claro, que en lo que andamos sea la revolución bolchevique. Faltaría más. Ni la huelga general revolucionaria que marcó la desgracia de la II República podría tener parangón ahora con los presuntos intentos de Torra de hacerse fuerte proclamando de nuevo la imposible independencia de la República de Catalunya. No, ni soy exagerado ni soy alarmista, ni cito otros acontecimientos ocurridos en anteriores octubres meramente por oportunismo de fechas. Pero sí pienso que estamos ante un proceso pseudo-revolucionario que nos coge, políticamente, con el pie cambiado, y que esto tendrá consecuencias que solamente los historiadores, en su día, serán capaces de evaluar convenientemente.

Este martes se ‘conmemora’ –es un decir, claro—el segundo aniversario de aquel 1 de octubre de 2017, que parece tan lejano, porque cuántas cosas han cambiado, empeorado, desde entonces, pero que tan cercano está en el tiempo: dos años. Aquello, hoy de la mano de Quim Torra, en lugar, o a la vez, que la de Puigdemont, amenaza ahora con repetirse con los parámetros de Marx: la segunda vez que la Historia pasa por los mismos puentes, se convierte de tragedia en farsa. Lo que ocurre en que las farsas pueden ser aún más trágicas que las tragedias, valga la redundancia. Lo de Cataluña, coincidiendo con las primeras andaduras de una nueva campaña electoral, con un Gobierno central en funciones, un Parlamento inoperante, un poder judicial que ha desbordado su plazo de mandato y, sobre todo, con la inminencia de la sentencia del tribunal Supremo contra los golpistas catalanes, amenaza con estallar como ‘tormenta perfecta’ sin que los botes salvavidas estén todavía a punto. A eso me refiero cuando titulo que octubre, estos últimos octubres, son meses de pesadilla.

Existe una cierta evidencia en el sentido de que nada menos que el molt honorable president de la Generalitat de Catalunya, apoyándose en los Comités de Defensa de la República, e incluso tolerando la versión más violenta de estos, habría pensado –presuntamente– en ‘tomar’ el Parlament, que él ha convertido en una Cámara de agitación y no de debate sosegado, para proclamar desde allí, encerrado, nuevamente la independencia. Así, como suena. Al margen de lo que este nuevo acto revolucionario pudiera parecer a más de la mitad de los catalanes que claramente se han manifestado en contra de locuras como esta. Siempre he pensado que Torra, como quizá su propio mentor Puigdemont, no desdeñaría ser el nuevo Companys del siglo XXI –no cae en la cuenta de eso precisamente, de que estamos ya en el siglo XXI– con todas las consecuencias. Quizá, hablando de octubre y sus revoluciones, soñase con ser Lenin, ya que no ha podido, o sabido, ser Kerensky. No será ni uno ni otro, desde luego.

Y, con alguien así, con quien está dispuesto a derribar el templo para que, con él, mueran los filisteos, es muy difícil dialogar desde el Gobierno central. Máxime cuando ese Gobierno, que este lunes presenta las apariencias formales de su campaña electoral, está agobiado por lo que dicen las encuestas, por las futuras coaliciones que habrá sin duda que formar para poder seguir en La Moncloa. Este mismo lunes, por cierto, se constatará que no habrá coaliciones, ni de derechas ni de izquierdas, ante las elecciones que se celebrarán dentro de cinco semanas; pero vaya si las habrá, y serán sorprendentes, tras la jornada electoral.

Es la única manera, con pactos transversales, que superen el eje de ‘las derechas’ y ‘las izquierdas’, de afrontar esa revolución de opereta que, arrancando de este mes de octubre y de una sentencia que conoceremos quizá la semana que viene –hay muchos rumores sobre su contenido–, promete días de agitación en Cataluña y de agotamiento de muchas paciencias en el resto del país. Paciencias agotadas de muchas gentes que claman por soluciones ‘duras’, sin entender que esa puede ser la vía para taponar a corto plazo los boquetes, pero no para cimentar el futuro: ‘venceréis, pero no convenceréis’, dijo Unamuno a las autoridades franquistas en el rectorado de la Universidad de Salamanca, un momento cumbre recreado ahora por Amenábar. Vencer, con la fuerza de una aplicación extrema del confuso articulo 155 de la Constitución, es relativamente fácil. Quizá reformar la propia Constitución para actualizarla a los deseos y necesidades de todos los españoles –claro, también a la generalidad de los catalanes—puede ser un sendero más tortuoso, pero que habremos de recorrer. Empezando ya por este mes de octubre que se nos ha echado encima y del que espero algo más que ser un albergue de mítines egoístas.

fjauregui@educa2020.es

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