Se va Alfonsín, con treinta años de Historia a sus espaldas

Se extrañaban este fin de semana algunos medios cercanos al secesionismo catalán de que las portadas nacionales concediesen mayor importancia al relevo de Jaime Alfonsín en la jefatura de la Casa del Rey que al contencioso –uno más—abierto entre el Gobierno central y la judicatura, esta vez por unas declaraciones de la vicepresidenta Teresa Ribera contra el magistrado de la Audiencia Nacional Manuel García Castellón a cuenta del presunto terrorismo en el ‘caso Tsunami’. De hecho, algunos digitales catalanes ni siquiera consideraron digna de sus portadas la noticia de la sustitución de Alfonsín por el diplomático Camilo Villarino como principal asesor y colaborador de Felipe VI. Un error de valoración, a mi juicio, porque esta sustitución será algo más que un cambio de nombres que se produce, por cierto, en un momento especialmente sensible para la Corona y para las instituciones del Estado, en general. Y, claro, para las relaciones entre Cataluña y el resto de España en particular.

 

¿Conocía el ministro de Exteriores, José Manuel Albares, cuando comparecía ante dos centenares de personas que, en un desayuno el viernes, le asediaron con las más diversas preguntas, que alguien como Villarino, a quien él negó el ‘placet’ como embajador en Moscú, iba a aterrizar en el puesto más importante de La Zarzuela tras el Rey? Desde luego, si lo conocía, nada trascendió a quienes asistíamos a aquel acto. Pero no puedo albergar la menor duda de que, contra lo que señalaba algún medio este sábado, el Gobierno tenía pleno conocimiento, y con bastante antelación, de un relevo que me parece de mucho mayor significado que una simple rutina por jubilación de Alfonsín, 67 años de edad y treinta al servicio directo de Felipe de Borbón.

 

Porque, se diga lo que se diga, las relaciones entre el Gobierno de Pedro Sánchez y el titular de la Corona son sustancialmente buenas, y me resulta absurda la acusación de que Sánchez, que bastantes cosas tiene ya en la cabeza, sea un conspirador contra la actual forma del Estado: bien sabe el presidente que cualquier viraje brusco en esta cuestión simplemente no le conviene ni a él ni al país. Y eso, por mucho que, lógicamente, a Felipe VI le disgusten bastantes de las cosas que el Ejecutivo hace, desde su alianza de hecho con alguien como Puigdemont hasta el escándalo provocado por la ley de amnistía o la situación explosiva en la que se ha colocado al estamento judicial.

 

Yo creo que Alfonsín, ahora que se cumplen diez años de la abdicación de Juan Carlos I –con quien el hasta ahora jefe de la Casa mantenía relaciones especialmente tensas–, ha sido un elemento de prudencia, acaso de excesiva prudencia a veces, en medio del oleaje que agitaba al mundo de la realeza española, desde algunos escándalos ‘de parientes’ –nunca, desde luego, de la pareja real, que me parece un modelo de honradez—hasta esas campañas infames dirigidas contra la vida privada de los habitantes de La Zarzuela; todo sale gratis cuando de poner en marcha esas campañas se trata. Alfonsín, hombre de sonrisa difícil, muy conectado con el actual servicio de comunicación del palacio  y con los ‘segundos escalones’ de la Casa, como el veterano secretario general, el militar Domingo Martínez Palomo, ha pilotado con éxito la operación del lanzamiento de Leonor de Borbón como futura sucesora y ha calmado muchos ánimos encrespados.

 

Pero ahora se abre una nueva etapa, de mayor protagonismo para la princesa de Asturias –una figura, por cierto, muy bien valorada en las encuestas–, de normalización de las idas y venidas del emérito, de afrontar los ánimos y activismos republicanos no del PSOE, pero sí de los aliados del PSOE en la gobernación. Una etapa en la que la Monarquía española ha de estar muy íntimamente ligada a las europeas, y cabe destacar que Villarino es un gran experto en los pasillos y andamiajes de la UE, como ‘mano derecha’ de Josep Borrell que hasta ahora ha sido. No esperen, por lo demás, grandes saltos de rumbo y de estilo por parte del Rey moderado y prudente al que solo un leve gesto de preocupación traiciona de cuando en cuando en su aparente imperturbabilidad.

 

Vienen tiempos agitados, de cambio. Quizá de sobresaltos internacionales –imagínese usted si, en efecto, Trump puede volver a la Casa Blanca–. Algo tiene que cambiar en el andamiaje de la monarquía española para que la forma del Estado siga siendo sustancialmente igual. Y si el estilo de los hombres es el que marca los acontecimientos, qué duda cabe de que el relevo de ese rostro algo triste y serio que aparecía en las fotografías tras el Rey no dejará de significar bastantes cosas en esta nueva etapa. Por cierto, otra nueva etapa más que se abre en la vida pública del Reino de España, incluyendo, quién sabe cuándo, ese necesario reforzamiento, incluso constitucional, del papel que a la Corona le corresponde jugar en los tiempos de la digitalización, la Inteligencia Artificial y la primacía europea sobre los intereses nacionales. Estos tiempos que inexorable, irreversiblemente, llegan, transformándolo todo, acaso no siempre para bien, pero qué remedio.

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