Si Zapatero tuviese sentido del humor, que es cualidad que no le adorna en demasía, supongo que estaría partiéndose de risa ante la multitud de cábalas, suposiciones, conjeturas y especulaciones que esta semana que concluye suscitó su largo encuentro –casi dos horas—con el presidente del Congreso, José Bono. Se ha dicho de todo: que el presidente del Gobierno estaba preparando su permanencia, que hablaban de una sesión de investidura ‘a lo Calvo Sotelo’ –treinta años ya desde aquel 23 de febrero…–…
Unos pocos han sopesado la posibilidad de que ZP esté barajando presentarse a una moción de confianza. O, lo más probable de todo, que fuese una reunión más o menos rutinaria, pese a que Bono, que sabe espolear el ánimo de los periodistas, les dijo a la salida que él y Zapatero habían hablado “de lo que ustedes se imaginan”. E imaginación no es precisamente lo que falta en este país nuestro, tan dado a las tesis conspiratorias, a favorecer lo causal sobre lo casual. Claro que, para jacarandoso y provocador, el señor Bono.
No; las cábalas y especulaciones son, en estos momentos, gratuitas. Nadie sabe nada con certeza, me parece. O eso dicen los que más secretos suelen compartir con la esfinge. Pero es cierto que, a falta de certidumbres, los rumores corren como galgos por los pasillos de Ferraz y, creo, también de Moncloa: ¿anunciará algo de inmediato Zapatero? se preguntan. El caso es que, al margen de las cajas de ahorro y su futura regulación, al margen de las operaciones empresariales que vienen, al margen de la tensión creciente en las sesiones de control parlamentario, al margen de la expectación sobre la legalización o no de la nueva ‘marca blanca’ de Batasuna, lo que de verdad agita la vida política es ‘la’ pregunta: ¿se va Zapatero? ¿Se queda?
He podido compartir confidencias con algunos socialistas, relevantes unos, entusiastas militantes de base otros. La verdad es que, fuera de micrófono, todos reconocen que el presidente y secretario general debe hacer públicas sus intenciones cuanto antes, porque la incertidumbre lo impregna todo, desde la política exterior (con la que está cayendo) hasta los pasilleos tras el Consejo de Ministros. Y eso, claro, no es bueno. Por más que convenga al humor de todo presidente que se precie reírse para sus adentros ante el desconcierto del mundo en general, y de los dichosos periodistas en particular, acerca de lo que la esfinge monclovita de turno trama y prepara en la soledad de los jardines de árboles centenarios, en el despacho de la mesa isabelina, en los salones de Mirós, Tapies y Millares. A mí, al menos, y me parece que no soy el único, este estado de cosas me hace maldita la gracia.
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