Siete días para el fin de una revolución ni siquiera romántica

La locura se ha instalado en el ‘procés’, o sea, en la ‘revolución a la catalana’ que probablemente no llegará a ser la ‘revolución de octubre’, porque cesará el próximo día 1-o, sin, o más probablemente con, alguna clase de choque de trenes. O, mejor, será el tren de la Generalitat el que choque contra el muro del Estado, esté o no bien construido ese muro. Le quedan siete días a esa loca dinámica a la que, sin duda, ha dado gasolina el malestar de una parte de la población catalana con eso que quieren llamar ‘Madrid’, que es concepto que no ha sabido hacerse simpático durante quizá siglos. Mi tesis es que ahora, tras el huracán, ha llegado el momento de sacar consecuencias, arreglar cañerías y, si no podemos solucionar definitivamente el viejo ‘contencioso catalán’, sí, al menos, quizá sepamos cimentar ese sabio concepto orteguiano de la ‘conllevanza’.

Porque lo que está claro es que esto no puede seguir así. Las poco preparadas gentes que llevan el timón de la Generalitat han hecho, en efecto, irreversible el proceso. Pero va a jugar en su contra. Se han cargado la separación de poderes (ahí tenemos a la presidenta del Parlament, bueno, de medio Parlament, participando en las reuniones del Govern), han destrozado el Legislativo, hacen escrache al Judicial, al que dicen despreciar –como al resto de las instituciones ‘españolas’–. Con eso, levantan el andamiaje del Ejecutivo con el ficticio liderazgo de un partido, la ex Convergencia, hoy PDeCAT, que, cuando se celebren las elecciones, todos saben que quedaría, en el mejor de los casos, en quinta posición, solo antes del PPCat –que se está luciendo—y de la CUP. La CUP, que, con sus diez escaños en el fenecido Parlament, es la que dirige la nave hacia la escollera. Y, por si fuera poco, han hecho estallar el Estatut de autonomía, por el que tanto lucharon y que solamente ha tenido poco más de una década de vida.

Con la sociedad catalana partida en dos, con toda Europa mirando hacia Barcelona como si allí se celebrase un teatrillo con actores aficionados y dados a la bebida, con los empresarios afincados en Cataluña considerando si deben o no, en función de lo que pase, hacer las maletas, Puigdemont aún tiene el cuajo, porque valor inconsciente no le falta, de decir que la votación de dentro de una semana sigue adelante. Sin papeletas, sin urnas, sin censo, sin seguridad, sin contar con los colegios electorales con los que dice contar, con los mossos atemorizados y vigilados de reojo por una Guardia Civil que se contiene…y con Pérez de Cuellar y Assange como única referencia internacional de apoyo. Además, quizá, de la Rusia del emperador Putin, que calla y no sé si otorga, deseosa siempre de debilitar a Europa.

Que no crea la ‘banda de los cuatro’, incluida la alcaldesa Ada Colau, que quizá será la única que se salve de la quema –veo a Oriol Junqueras ya lejos de su apetecida presidencia de la Generalitat: ya no la merece–, que todo esto podrá seguir así pasada la última semana de la algarada y tras el ‘día del estallido’. Ni el Estado, ni el Gobierno central, ni los españoles, comenzando por los catalanes desde luego, ni el Ibex, ni Europa, ni el mundo –a ver qué nos dice Trump dentro de cuatro días—, lo podrían permitir. Y lo que no puede ser, no puede ser, siendo, como se sabe, además imposible.

Que yo sepa, Rajoy y Pedro Sánchez, que por fin se ha instalado en el raciocinio, habiendo entrado el primero en una fase algo más dinámica, han pactado ya el futuro, consciente el último de que, si no se espabila, Albert Rivera, que tiene credenciales para ello, acabaría quedándose con el liderazgo de la oposición. Ese futuro incluye la reforma de la Constitución, también en puntos que afectan a Cataluña y quién sabe si hasta un calendario electoral. Habrá mano tendida a la Generalitat, o a lo que quede de ella, a partir del 2-o. Y los catalanes se irán despertando de su pesadilla, como al día siguiente de la noche de San Juan, que cantaba Serrat, otro que está contra el ‘procés’, aunque lo diga poco.

Y entonces las instituciones recuperarán su respetabilidad en territorio catalán, quizá algunos medios vuelvan al ‘seny’, los empresarios y financieros respirarán tranquilos, lo mismo que los funcionarios, esos mossos tan despistados, los botiguers y hasta los dichosos estibadores del puerto de Barcelona. El AVE seguirá estando repleto todos los días y a todas horas y los amigos que todos tenemos en Cataluña evitarán hablar de ‘aquello’, o sea, de esto que aún va a durar una semana. Que no debe ser una semana de infarto, porque este ‘procés’ tan poco estimulante, tan ramplón, no merece que a nadie le dé un jamacuco; mire usted, si no, lo incomprensiblemente tranquilo que está Rajoy, que me parece a mí que sabe que todo lo que aquí se dice se va a cumplir, salvo que el demente que ocupa hoy la Generalitat se empeñe en trepar al balcón y cometa, creyéndose el nuevo Companys, la mayor locura de su vida, que ya sería decir. Entonces sí, temo, se armaría la gorda: sería el fin de Cataluña hasta como concepto autónomo.

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