Que Pedro Sánchez tiene a su Gobierno profundamente dividido no es ningún secreto, y ya nadie se molesta en pretender unanimidades que no existen. Pero la división tiene connotaciones que afectan ya a la seguridad del Estado, y eso no es ninguna broma. Que desde el propio Ejecutivo, aunque sea desde sus carteras menos importantes, se torpedee a la ministra que actualmente es la personalidad más significativa del Gobierno, la titular de Defensa, es uno de los datos más inquietantes que recojo en mi cuaderno de notas de la semana, pródiga en hechos que para nada favorecen a una democracia.
Margarita Robles, la ministra de Defensa, lo es en un momento de guerra en Europa, cuando Madrid albergará dentro de dos meses la que probablemente vaya a ser la ‘cumbre’ más importante en la historia de la Alianza Atlántica, con asistencia de los principales mandatarios occidentales. ¿Cómo puede sentar en una tal asamblea la noticia de que quien ejerce la cartera de Defensa, persona que sin duda comparte los actuales valores del atlantismo, está siendo socavada desde un sector del Gobierno anfitrión, un sector que, para colmo, está en contra de lo que la OTAN significa y, por supuesto, de la propia celebración de la ‘cumbre’ en Madrid? ¿Cómo puede acogerse esta increíble situación entre los militares europeos, que consta que consideran a Robles una buena ministra y que, con un respeto y una disciplina que son obligados y mantienen ejemplarmente, sin embargo asisten al espectáculo sin dar crédito a lo ven y oyen?
Considero perfectamente legítimas esas posiciones antiatlantistas, sustentadas por Ione Belarra e Irene Montero, de Unidas Podemos, y las de otros partidos que sustentan en la actualidad al Gobierno. Como considero perfectamente legítimo mostrar simpatías por el Frente Polisario, como ha hecho el minisytro de Consumo, Alberto Garzón, cuando la postura oficial de España ha virado hacia las tesis marroquís. Lo que parece increíble es que esas posiciones se mantengan desde el propio Gobierno cuyo núcleo duro predica cosas diametralmente opuestas. Un Gobierno tiene que dar sensación de coherencia y se supone que todos sus ministros han de seguir unas directrices homogéneas en cuestiones fundamentales, como alineamiento internacional, forma de Estado, territorialidad o régimen económico de cara a Europa; otras cosas son susceptibles de debate interno, desde luego. Pero estas, no. Porque están en la base de la defensa de un Estado. Y en el basamento programático del propio Gobierno de la nación.
Los ‘socios’ de Sánchez, esos a los que el Gobierno ha forzado a la endeble presidenta del Congreso, Meritxell Batet, a meter ‘manu militari’ hasta en la comisión parlamentaria de secretos oficiales, acabarán dándole, dándonos a todos, algún disgusto serio. La semana, que podría haber encauzado un acuerdo transversal en torno al decreto de medidas económicas para paliar los daños de la guerra, acabó torciéndose y el Ejecutivo, en lugar de buscar pactos con un Partido Popular que se los ofrece –aunque no se los regala—se ha echado de nuevo en los brazos de Bildu, que es socio que a ningún socialista gusta y, sin embargo, ya ven…
Y, siguiendo por la estela de la perdición, la ministra que ahora es la más importante del Gobierno, y que, además, es la que registra mayor popularidad en las encuestas, se queda sola en el Congreso, desasistida por el presidente y las vicepresidentas, respondiendo a la indignación por el espionaje a los independentistas, mientras otras ministras la descalifican abiertamente. Entretanto, Puigdemont, líder indiscutible de una fracción de esos independentistas, maniobrando a sus anchas contra España desde importantes instancias europeas. Hay cosas que, desde luego, es imposible hacer peor. Y no me refiero a Puigdemont, claro, que lo suyo, conspirar contra el que, le guste o no, es su país, lo está haciendo bastante bien.
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