Somos plurinacionales o no, esa es la cuestión

La tragedia de Notre Dame, que nos afligió el corazón durante horas y lo seguirá haciendo durante años, impidió quizá analizar con atención el giro que, de nuevo, dio este lunes Pedro Sánchez a la campaña. Hace poco más de un mes, el presidente del Gobierno y secretario general del PSOE presentaba una suerte de pre-programa electoral con los ‘110 compromisos con la España que quieres’. Algunos le reprochamos las omisiones, concretamente el que el folleto no contemplase para nada la palabra ‘Cataluña’. Ahora, los socialistas lo han remediado (a su manera), con un segundo programa, poniendo una vez más ante nuestro ojos la radical incompatibilidad en las recetas entre la derecha y la izquierda a la hora de tratar la espinosa cuestión de la territorialidad. Dos maneras muy diferentes de concebir España; ni más ni menos.

Lo detecten o no las encuestas, este de la territorialidad es el principal problema de fondo de una nación que, claro, como todas las demás, tiene muchos problemas. Pero la precariedad del concepto del Estado es algo casi intrínseco a esta nuestra España. Y ni la centralización forzosa de Franco ni la relativa descentralización que supuso el Título VIII de la Constitución, y menos los parches que se han ido poniendo posteriormente tratando de taponar las grandes heridas, nos han resuelto el dilema de si España es un Estado ‘nacional’ o ‘plurinacional’.

Pedro Sánchez, siguiendo en esto la estela de Zapatero, habla de plurinacionalidad, entendiendo, creo, que resolver la cuestión del secesionismo catalán, que es grave, es algo que solo puede hacerse atendiendo al conjunto del territorio: hay que redefinir el Estado autonómico en general, empezando por la financiación y entendiendo que el nuestro es un país especialmente heterogéneo y que cada autonomía tiene sus propias apetencias y necesidades. Quizá no se pueda, ni se deba, tratar a las diecisiete Comunidades de la misma forma, sugieren los socialistas. Que es, por otro lado, lo que vino a sugerir una no bien comprendida propuesta de Iñigo Urkullu, que habló de diecisiete conciertos y cupos, es decir, una negociación bilateral como de la que disfruta el País Vasco, pero ‘a diecisiete’.

De ahí se pasa, sin solución de continuidad, a la radical diferencia de tratamientos al independentismo catalán: desde Ciudadanos y el PP –no digamos ya Vox—se cree en medidas represivas, simbolizadas en una aplicación ‘dura’ y permanente del ambiguo artículo 155 de la Constitución. Desde el PSOE hemos oído hablar, por primera vez en mucho tiempo, de una propuesta de profunda reforma constitucional. Hay que repetirlo y es de agradecer que se haga en campaña: el Título VIII ha de quedar mejor definido, como tantas otras cosas fundamentales que navegan en la ambigüedad en este país nuestro.

En este marco, acusar a Pedro Sánchez, sin más, de ‘connivencias con los separatistas’ y de proponer ‘más autonomía y menos España’, como he leído en algunos titulares, me parece muy arriesgado. Lo peor de Sánchez es que ya renuncia a buscar el consenso y cierra el diálogo con ‘el rival’, que a eso se ha reducido la cosa: ellos, los halcones, y nosotros, las palomas. Pero es cierto que el palo no solucionará el problema del país, como tampoco la indefinición ni solamente la zanahoria: si se quiere proponer un programa de veras eficaz para repensar España habría de hacerse desde todos los planteamientos constitucionalistas. Y urgiendo un acuerdo, un nuevo ‘abrazo de Vergara’ nacional.

Y, en ese sentido, la absoluta disparidad de recetas no contribuye precisamente a una mejora, a una regeneración, como me parece que está resultando evidente en esta campaña electoral dislocada que estamos viviendo. El incendio que vivimos en España no es rápido, puntual, trágico como el de Notre Dame: el nuestro es soterrado, sin llamas visibles, casi metafórico y afecta al conjunto de este secarral al que amamos tanto y que se llama España.

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