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(No puede seguir en la política, ni en la catalana ni en la alcaldía de su ciudad. Este hombre es un peligro)
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Condenar a Quim Torra por desobediencia es como hacerlo con un capitán de barco por hollar las aguas. Torra es el desafío al Estado por antonomasia, y una inhabilitación probable por apenas negarse a quitar un cartel y unos lazos amarillos de la Generalitat resulta casi una burla si se compara con sus intentos de confrontación permanente con el Estado. Eso, suponiendo que hubiese que armar tanto lío jurídico por un quítame allá este cartel cuando lo que está en riesgo es la subversión del régimen que los españoles se dieron allá por 1978. El juicio contra Torra por cuestión tan secundaria casi parece una maniobra de distracción para que miremos al dedo de los carteles en lugar de mirar a la luna del inmenso peligro que este personaje significa para la convivencia y la estabilidad de todo el país.
De acuerdo: inhabilitar a Torra, como probablemente ocurrirá dentro de algunas semanas, o meses, significará el comienzo del fin de la presencia política de una persona que, como el que aún sigue siendo molt honorable president, supone el comienzo de la desgracia para todos los españoles, incluyendo, desde luego, a los catalanes. Torra es un fanático que no está preparado para ejercer sus altas responsabilidades, ni siquiera como político que trata de llevar a los suyos –que están cada día más lejos de ser ‘todos los catalanes’—a una independencia que él y todos saben imposible, y más de manera unilateral y saltándose todas las leyes.
Hemos escrito muchos y muchas veces que ya no sabemos qué tiene que ocurrir en Cataluña para que la gente, toda la gente, lleve la independencia de España en su alma o no, se rebele contra una gestión desastrosa, que acabará empobreciendo a la Comunidad que fue la más próspera del país y ahora ha cedido este puesto a Madrid. Los catalanes, en general, han ‘tragado’ con la corrupción desenfrenada de la familia Pujol y sus adláteres; han aceptado una burda falsificación de la Historia; bajan la cabeza cuando hordas de semisalvajes toman las calles, incendian contenedores, impiden el paso fronterizo, asaltan a los que no piensan como ellos. Y todo eso es inequívocamente tolerado por quienes, con Torra a la cabeza, deberían encargarse de mantener un orden cada día más alejado de la realidad catalana.
Torra tiene, en efecto, que desaparecer de la vida pública catalana. No estoy seguro de que con la gente de Esquerra Republicana de Catalunya, que es la que allí gana elecciones y ganará las próximas autonómicas, la futura ‘conllevanza’ sea mucho más fácil; pero es, al menos, una puerta semiabierta a una política en la que acaso quepa un diálogo, todo lo difícil que se quiera, pero diálogo al fin. Algo que es un imposible total con el ‘mandado’ de Puigdemont. Mientras Torra siga al frente de la Generalitat, cualquier avance hacia una normalización será boicoteado desde la propia institución rectora de los catalanes.
Cataluña está a punto de estallar y no veo, desde el Gobierno central ni desde los llamados partidos constitucionalistas, que andan estos días pensando en muy otras cosas como vemos, soluciones efectivas a la vista para el que de lejos es el principal de nuestros problemas, y no solo desde un punto de vista político. Quizá el juicio que se inició este lunes contra Torra llegue a servir de algo, no lo sé. Pero, al menos, y aunque sea desde el ángulo menos importante, vemos que algo se mueve. Y se mueve, me parece, en dirección contraria a los intereses de Torra, lo que ya nos viene bien a los demás, a todos los demás. Que se vaya de una vez.
fjauregui@educa2020.es
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