Muchas guerras internacionales (y nacionales) se desataron por culpa del agua. Como todo bien escaso, es un oscuro objeto de deseo. Así que, si algo tiene que ser regulado por una instancia suprarregional, es decir, por un poder nacional, para evitar peleas, es el reparto del agua. Intentar apropiarse para un determinado poder autonómico del cauce de los ríos es un contrasentido, y más si se contempla desde la perspectiva de un Estado moderno y unitario. Así lo entendió, pienso que afortunadamente, el Tribunal Constitucional, frente a las pretensiones del Estatuto de autonomía andaluz (y puede que también del castellano-leonés), y también frente a las tesis sostenidas desde siempre por la Junta de Castilla-La Mancha. Las reacciones a esta sentencia indican que sigue abierta esa guerra, afortunadamente no cruenta, pero sí casi fratricida y, en todo caso, nociva para los intereses del Estado: la guerra del agua.
Comprendo la posición del presidente andaluz, José Antonio Griñán, frente a lo proclamado por la vecina Extremadura, que sostiene el libre paso del agua por los territorios, sin que estos puedan reclamar su titularidad exclusiva. De la misma manera que entiendo el afán ‘acaparador’ del cauce del Tajo por parte del presidente castellano-manchego, José María Barreda, contrariando a Murcia. O lo de la desembocadura del Ebro frente a la Comunidad Valenciana, o…Ya se sabe que muchas tierras de España están, con las excepciones conocidas, tradicionalmente sedientas, y cada presidente autonómico se hace fuerte para quedarse con el mayor volumen de agua posible. Generando, de paso, toneladas de insolidaridad. Y puede que también de disparates jurídicos.
Esta es la situación. Y es el país insolidario, que no sabe de programas de partidos, ni de ideologías, sino del bienestar en el terruño, el que se enfrenta ahora a unas elecciones municipales y autonómicas que deberían ser justamente lo que no van a ser: el inicio de una reconstrucción de la idea de un Estado autonómico, austero, igualitario y moderno, sin tensiones regionales.
Pero veo que los debates preelectorales caminan en otra dirección: ni adelgazamiento de las administraciones duplicadas y hasta triplicadas, ni fin de las legislaciones múltiples y superpuestas –a veces contradictorias–, ni devolución de algunas competencias al Estado central, ni gestión ordenada de los recursos. Y ya vemos que, cuando el Gobierno central es incapaz de resolver los conflictos, han de ser los tribunales, o el propio sentido común, quien los dirima. Pero la falta de acuerdos entre los ejecutivos genera invariablemente heridas casi siempre difíciles de cicatrizar.
Puede que ya sea tarde para echar el freno a lo que yo me atrevería a calificar como el ‘desmadre autonómico’ antes del veredicto de las urnas el 22 de mayo próximo. Pero entiendo que los electores, los ciudadanos, tienen derecho a esperar más, mucho más, de los candidatos. Esa guerra del agua que enturbia, desde hace ya tiempo, las relaciones entre las autonomías, puede ser el ejemplo de otra oportunidad desperdiciada en esta campaña electoral que, a este paso, va a ser una completa pérdida de tiempo, si no algo peor. Agua derramada en vano.
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