Un domingo asesino

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(Ha sido un domingo doloroso, en el que he tenido que separarme de cientos de viejos –y no tan viejos– amigos… Nuevas circunstancias, nuevas necesidades, reducción de espacios y, en fin, la vida…))
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Uno de los ejercicios más autodestructivos que existe, y quizá a la vez uno de los más necesarios, es el que he tenido que practicar este domingo: limpiar tu biblioteca. La mía superaba los cinco mil volúmenes, ya no tengo sitio en casa para tantos y he tenido que proceder a la primera parte de la selección: unos setecientos libros, mirados uno a uno, irán a parar a quien los quiera, si es que tal cosa ocurre. Ha sido dolorosísimo: piezas que creí maestras escritas por amigos que pensé del alma, y que no han resistido ellas el paso del tiempo y ellos el peso de la amistad; obras de personas a las que conocí y tal vez admiré, muertas en el olvido; gentes que escribieron pretendiendo redimir el mundo, otras que lo que querían era empobrecerlo, lisonjeando a algún poderoso ya ido…

Creo que era Max Weber quien decía que todo libro, incluso el peor, tiene algo en él digno de consideración, porque su autor puso en el papel lo mejor que tenía dentro. Ocurre que vas acumulando en las estanterías saberes ajenos que ya ni tiempo tienes de asimilarlos. Y sucede también, desde luego, que el tiempo, la actualidad que pisa a la anterior actualidad, las modas, yo qué sé, tus propios caprichos y curiosidades cambiantes, desvalorizan lo que en algún momento tuvo tanto valor.

Y piensas, cuando te dejas alejarte de piezas a las que tanto has querido y que yacían olvidadas como un arpa becqueriana, que seguramente ya te vas haciendo viejo, básicamente porque has vivido una época que ya no interesa a tus hijas ni, claro, a tus futuros nietos. O quizá porque el libro, del que cada día se producen centenares de nuevos títulos en España, es una cosa que va quedando para eso, para las librerías, para los anaqueles, para los cementerios librescos de los que hablan Borges o Ruiz Zafón. O para las gentes como usted y como yo, que aman ese olor inconfundible del papel impreso, pasar las hojas sabiendo que con ello estamos al tiempo pasando a una era diferente, que nos deja anticuados.

Deshacerte de una biblioteca es un ejercicio de humildad: lo mismo harán o han hecho con tus libros, de los que te sientes tan orgulloso. Simplemente, como en los cementerios, no hay sitio para todos, por mucho que los apretujes, los arremolines, los comprimas. ¡Es la digitalización, estúpido! Bueno, no solo eso: la televisión, que ya se sabe que hace muchos ágrafos. Internet, que juega con doscientos ochenta caracteres. Y el espacio, el puñetero espacio que no se cómo se achica…

Casi ya nada te importa, al final del día, salvo los libros que has salvado. Los de algunos amigos especialmente queridos. O los que han dejado en tu alma una huella indeleble, Kafka, Cortázar y otros latinoamericanos de aquellos años en los que tanto tiempo me dejaba la vida para leer, antes de comprender que uno en fin, no puede, simplemente no puede, llegar a mirar siquiera las portadas de todos los libros que le parecerían interesantes.

Sí, ha sido un ejercicio importante de nostalgia el que he practicado este domingo. Un adiós a muchos viejos conocidos, amigos, incluso hermanos, padres o hijos. Y todo simplemente porque la vida es así: unos afanes sustituyen a otros y, al final, resulta que el espacio de tu casa se ha reducido, por unos motivos o por otros, y simplemente tus libros, esos que escribieron gentes con esfuerzo, con ilusión, con sabiduría quizá, no caben, te dicen. Y es como una orden de fusilamiento: fusíleme unos cuantos cientos de libros, o quémelos en la plaza pública: son reos de envejecimiento, hay que ofrecerles la eutanasia de ir a parar a una biblioteca que los acepte –ya nadie los acepta—o a una guillotina de reciclado. Y es precisamente entonces cuando comprendes lo ajustado del pensamiento de Azaña, que nos dijo que cuando quieras que algo pase desapercibido debes publicarlo en un libro. Nadie se va a enterar…

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