Un país instalado en la parálisis

España es un país instalado en la parálisis. Mientras millones de españoles huyen hacia las vacaciones, patentemente hartos de la política y de quienes la hacen, algunos teléfonos negociadores han empezado a echar humo. Y un análisis demorado de lo que escriben y dicen unos y otros muestra que existe una cierta resignación (o ilusión, según el color del cristal con que se mire, claro) ante la probabilidad, más que posibilidad, de que Pedro Sánchez logre reunir los suficientes apoyos en la Cámara Baja para recibir del Rey el encargo de formar Gobierno. Y eso que al menos tres de los que darán esa mayoría al Rey no acudirán, previsiblemente, a la ronda de consultas en La Zarzuela porque no quieren ni ver al jefe del Estado. Así que la nación está como en funciones, tal que Pedro Sánchez en un previsiblemente largo descanso en La Mareta, la residencia veraniega presidencial en la que, lo que es la vida, puede que no sea el último año que el líder socialista disfrute de la ‘agostidad’. Puede.

De momento, todo es como provisional, ya digo. Un Gobierno hace tiempo desfasado y con urgente renovación de ministerios, porque hace tiempo que ministros no se hablan con ministros. Una oposición obviamente desconcertada, en la que sus dos principales integrantes se muestran como socios a palos: entre el PP y Vox se cruzan descalificaciones de alto voltaje que hacen imposible un futuro acuerdo y hacen temer un desacuerdo en Aragón y Murcia que fuerce la repetición de elecciones en ambas comunidades. Sumar, reconociendo ‘dificultades internas’, palpables en la reacción de Ione Belarra tras la noche electoral: con Podemos el resultado antes fue mejor, dicen los defenestrados ‘podemitas’. Los independentistas, tras el varapalo en las urnas, conscientes de que su influencia es mucho mayor que sus votos. Los empresarios, advirtiendo que el pacto entre las fuerzas mayoritarias es imprescindible –seguramente lo piensa la mayoría de la población; ¿por qué no una encuesta del CIS sobre el tema?– y señalando que sí, que las cifras del paro han sido muy buenas, pero que atención al segundo semestre del año. Los sindicatos, silenciosos…

Bueno, aquí silenciosos están todos. Tras la noche tremenda del 23-j ni Pedro Sánchez –que este año no convocó la tradicional rueda de prensa de fin de curso–, ni Feijóo, ni la habitualmente activa Yolanda Díaz, ni el mismísimo Abascal, han abierto la boca para ilustrarnos acerca de lo que piensan hacer de cara a la investidura y al futuro. Claro que estos son tiempos en los que importa mucho más lo que digan el peneuvista Ortúzar, o el lejano Puigdemont, que lo que nos puedan comunicar en una entrevista al uso el inquilino de La Moncloa o el de la calle Génova. A los periodistas nos agobian políticos de segunda fila con manifestaciones al oído, lejos de los micrófonos y en plan total off the record; nos atosigan con llamadas de medios extranjeros que no entienden casi nada, nos telefonean algunos de esos ‘cronistas de las embajadas’ que tratan de explicar a sus respectivos Ministerios de Exteriores lo que ocurre en este país por tantas razones incomparable y por más razones aún incomprensible.

Cuando llaman, les digo que el surrealismo es difícil de explicar; hay que vivirlo y sufrirlo. Y que no queda más remedio, en el país en funciones, parcialmente paralizado excepto en las carreteras hacia la costa, que aguardar. No hacer demasiado caso del ruido ambiente y atender al mensaje eterno de las olas. Nunca más vigente aquella frase que un día me deslumbró, pronunciada por Pío Cabanillas (padre): «desengáñate, Fernando», me dijo, «ahora lo urgente es esperar». Lo peor de las esperas es cuando se cimentan sobre una cierta desesperanza, valga la aparente contradicción.

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