Creo que el viaje relámpago de Juan Carlos I a España ha dejado un regusto algo amargo tanto en La Zarzuela como en La Moncloa –algunas ministras no se han recatado a la hora de decirlo, y no digamos ya los ‘socios’ de Unidas Podemos–. Y comparto esta sensación. Partiendo de la base de que no hay obstáculos judiciales para que quien fue durante cuarenta años jefe del Estado regrese a su país, pienso que no todo puede resumirse en que el llamado emérito pueda hacer lo que le plazca, como le susurran, con poco acierto, algunos partidarios y amigos. No: un rey, y Juan Carlos I mantiene el título de tal, difícilmente puede hacer lo que le plazca, porque se debe a una institución y a la ciudadanía. Y ha sido el error de pensar que no tendría por qué aceptar reglas y limitaciones en su visita a Sanxenxo lo que ha causado que muchas cosas en este viaje hayan salido mal.
Comenzando por los prolegómenos: resultó muy extraño que, en su desplazamiento a Abu Dabi, Felipe VI hiciese anunciar que no había tenido ocasión, ‘por el estricto protocolo’ (¿?), de encontrarse con su padre, a quien sí había telefoneado para quedar con él ‘próximamente’ en España. Horas después se sabía la fecha de la llegada del emérito a la España de la que salió hace casi dos años, claramente enfrentado con su hijo, el Rey. Luego, los detalles: la regata, los acompañantes con gorras y camisas publicitarias de patrocinadores de la competición, las manifestaciones a favor (mayoritarias) y alguna en contra de la visita a Sanxenxo, las redes sociales enfurecidas en un sentido u otro…No, no hubo ni austeridad –ese jet privado ¿financiado por quién?– ni discreción en este viaje ‘deportivo’ que los organizadores habrían de haber mantenido en un carácter mucho más privado.
Todo lo contrario, entiendo, de lo que ocurrió este lunes con el encuentro en La Zarzuela entre Felipe VI y Juan Carlos I, primero, y con la familia más cercana, después. Poco es lo que, cuando esto escribo, se sabía de la reunión entre el padre y el hijo y el almuerzo familiar posterior. Pero difícilmente se podría considerar esta ‘cumbre’ en La Zarzuela como algo meramente familiar: como ha quedado evidente, el retorno de Abu Dabi –para allí volver a los cuatro días—de Don Juan Carlos ha tenido una trascendencia política, social y hasta mundana que no puede circunscribirse ahora a una conversación sin cámaras’ entre un padre y un hijo que encarnan la máxima institución en España y que tienen unas demostradamente malas relaciones. Lo cual, ocioso es decirlo, redunda en perjuicio de la primera magistratura del país, que se ve empujada a cometer errores en su forzada gestión de este viaje del emérito.
Colocar al Rey (Felipe VI) en situaciones incómodas tanto para él personalmente como para la institución es algo reprochable. Poner al Gobierno de una nación en situaciones embarazosas para su convivencia con las instituciones es algo peor que un riesgo. A Pedro Sánchez hay que reconocerle, aunque algunos medios de la oposición no lo hagan, su esfuerzo por apoyar a la Corona encarnada en Felipe VI; no se le puede pedir además que disimule su opinión sobre la conducta del emérito, por mucho que los españoles debamos reconocerle muchas aportaciones a la democracia.
No, el próximo viaje a Sanxenxo (otra regata, Dios mío…) no puede ser como este. Desde luego que el emérito puede ir, venir, quedarse o marcharse. Pero no así, Señor. No así.
fjauregui@educa2020.es
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