Una vergüenza ya casi olvidada

La despedida de Juan José González Rivas como presidente del Tribunal Constitucional, para ser sustituido desde este viernes por el también conservador Pedro González Trevijano, fue algo parecido a un poema: ante las máximas instituciones del Estado, comenzando por el Rey, habló de la ‘independencia’ y ‘ética’, de la necesaria ‘honestidad’, que deben presidir la vida pública y jurídica de España. La fotografía, claro, fue, sin embargo, la de la jura del cargo del nuevo magistrado Enrique Arnaldo, el hombre que protagonizó uno de los escándalos políticos a mi juicio más notables de los últimos tiempos. Pero el ‘affaire’, con perdón, ocurrido hace apenas semana y media, ya está casi olvidado: un par de ceremonias institucionales, unas solemnes promesas del cargo y unas bellas palabras de adiós, que sonaban algo artificiales, han bastado para echar tierra sobre el asunto.

Aquí no ha pasado nada, y el máximo órgano encargado de velar por el cumplimiento de una Constitución cada día más vejada sigue su trayectoria, imperturbable. Difícil lo van a tener el nuevo presidente conservador y el vicepresidente progresista, Juan Antonio Xiol, junto al resto de sus compañeros, para hacer que el Constitucional recupere su prestigio y, más aún, su necesaria operatividad, sin someterse a decisiones partidistas de apoyo o castigo al Gobierno de turno, el de Pedro Sánchez en esta ocasión.

Lo que más me sorprendió de las imágenes del acto de despedida de los salientes del TC, que vieron prolongado su mandato de manera artificial por la falta de acuerdo entre los partidos para renovarlos, fue la impasibilidad con la que el ‘nuevo’ señor Arnaldo participó en un acto al que llegó tras un considerable escándalo, el de su presunta falta de idoneidad para ocupar el importante cargo al que accede. Un escándalo matizado y con sordina porque los diputados de los dos partidos mayoritarios, PSOE y PP, le votaron a él, y a los otros tres magistrados entrantes, tapándose la nariz, sic, ante la constatación de que el señor Arnaldo había incurrido en prácticas profesionales que le harían inviable para el cargo que en esos momentos estaba prometiendo.

Ese voto aquiescente, pastueño, de los parlamentarios socialistas y ‘populares’ ante el pacto suscrito por sus respectivas direcciones para ‘desbloquear’ esta renovación del TC a base de aportar a juristas claramente adscritos a los intereses de uno u otro partidos mayoritarios, constituye, para mí, una de las muestras más claras del progresivo envilecimiento en el que cae nuestra vida política. Que ahora puedan ser sancionados por sus respectivos grupos parlamentarios los muy escasos diputados que, por el lado del PSOE –Odón Elorza—o del PP – Cayetana Alvarez de Toledo—, se atrevieron, apelando a sus conciencias, a romper la férrea disciplina de voto (que era secreto en teoría, que no en la práctica), es algo que da una idea de hasta qué punto hemos llegado.

Pero, una vez visto de reojo lo que ocurre en el Legislativo, y sabiendo que el largo brazo del Ejecutivo trata de asfixiarlo todo, vayamos al Judicial, el tercer poder de Montesquieu. Ya digo que mucho habrá de reformar sus conductas, sus deliberaciones, sus tiempos y sus decisiones el Tribunal Constitucional para poder ser acreedor a la confianza que su alto magisterio exige. Porque, al fin, habremos de convenir, y ejemplos existen a mares, en que casi cada día se producen decisiones administrativas que no respetan, entre otras cosas, la igualdad de todos los españoles ante la ley, y eso es algo en lo que cotidianamente debería intervenir, con celeridad hoy inexistente, la institución que constituye el último recurso de quienes sienten maltratados sus derechos constitucionales.

La Constitución, cuyo 43 aniversario celebraremos dentro de pocos días, no es siempre de fácil y escrupuloso cumplimiento. Simplemente, ha quedado desfasada en no pocos aspectos. Pero ¿quién reforma al reformador? En estas condiciones de falta de pacto y de acuerdo –aunque parece que el desbloqueo del Consejo del Poder Judicial es ya inminente, porque la cosa no da más de sí–, se realza la importancia de los intérpretes de la ley fundamental. Y esos son los magistrados del Tribunal Constitucional, convertido ‘de facto’ en una especie de cuarto poder que va más allá del judicial.

Permitir, con los manejos de los políticos y la mansedumbre de los propios magistrados, la indeseable degradación de la pureza de méritos de esos magistrados, el ‘arnaldismo’, me parece una muestra más, si falta hiciera, de lo que nos está pasando. O, mejor dicho, de que aquí no ha pasado nada, o como si nada.

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