Cierto: la noticia que, para mí al menos, ha sido más impactante en los últimos meses coincidió con el ‘visto para sentencia’ del ‘juicio del siglo’, que luego se ha quedado, como mucho, en el juicio del año; coincidió con los alegatos de los políticos catalanes procesados, con sus defensores…Y claro, los medios tuvimos que aplicarnos a contar y analizar lo que pasó y las consecuencias de un proceso que traerá consecuencias, aunque nadie sepa aún cuáles. Y, por tanto, no hubo tiempo ni espacio para hablar, como ella merecía, de la ‘noticia del año’. Por si fuera poco, ahí estaban también los dimes y diretes de los pactos en busca de gobiernos sólidos, que tanto están mostrando el harapiento estado de la salud moral de nuestra política. ¿Cómo, entonces, ocuparse de la gran noticia, cuando pueda que ni siquiera sea tal, porque ya nos hemos acostumbrado a ella?
Me estoy refiriendo, por supuesto, a ese informe de Foessa y Cáritas, que nos dice que nada menos que un 18 por ciento de la población en España vive de hecho en la exclusión, y que un doce por ciento más permanece al borde de ella, con sueldos que no alcanzan a fin de mes, atenazados por el riesgo de perder la vivienda, el trabajo, todo. Más de ocho millones de seres humanos padecen, en nuestro país, un país cuyo aumento del PIB es una envidia para los vecinos europeos, eso que ha dado en llamarse exclusión. Es decir, pobreza que te aísla del mundo del bienestar, de la cultura, de la procreación responsable, de un techo seguro y confortable. Que te condena a la soledad, a la desesperación de los jóvenes y a que tantos mayores mueran en el silencio desesperante de que nadie les ayude a desear seguir viviendo. Y otros cuatro millones más han llegado a pensar, dado lo exiguo de sus ingresos, que ser ‘mileurista’ es casi un privilegio…
Ya sé que estos informes nos llegan periódicamente, cada año. Luego los olvidamos. Ahora hemos descubierto que vamos a peor: la crisis larvada, que a unos enriquece, a los más empobrece y a muchos quiebra, ha condenado a esa exclusión a casi millón y medio de personas más en la última década. Nos hemos convertido, y no lo digo yo, sino las más solventes autoridades de la economía, en uno de los países más injustos de Europa.
¿Ha oído usted hablar de estas cosas en las campañas electorales que tanto han encanallado el debate político? Yo tampoco. Estaban ellos, estábamos todos, demasiado ocupados ya digo, con lo de Cataluña, con quién pactaba con quién, con qué Ministerio le iban a dar a quien yo me sé. Ni informes Foessa, ni Cáritas, ni la ONU amonestando a España por ‘incumplir en accesibilidad’ (que esa, la situación de los discapacitados, es otra) figuran entre las principales preocupaciones de los españoles ‘no excluídos’. Ni, claro, figuran entre las inquietudes de nuestros representantes.
No pueden seguir pactando absortos en quién ocupa qué lugar en las Mesas parlamentarias, ni si los escaños de unos se colocarán en la parte de atrás y los de otros en la delantera del hemiciclo. Hicimos, laus Deo, un pacto nacional contra la violencia de género, aunque hasta esa denominación ahora se quiere discutir. Hay que hacer ya, esté quien esté en el Gobierno, en los gobiernos, y sea quien sea quien o quienes apoyen a esos ejecutivos, un pacto nacional contra la exclusión. Que no es solamente –también—una cuestión fiscal. Hay muchas medidas, desde el mejor control de los alquileres hasta facilidades para tener hijos, pasando por una muy diferente –más solidaria—política hacia la inmigración, y desde luego por una redistribución del gasto público, que hay que poner en marcha en un plan integrado, suscrito por todos los partidos. Esos que hoy están en lucha salvaje por el poder, como si no hubiese más.
Claro, me preocupa mucho que esta cuestión no haya asaltado las portadas: había temas aparentemente más urgentes. Me inquieta que nuestros políticos no hayan recogido el guante de este informe: silencio administrativo. Me angustia la indiferencia de eso que se llama ‘sociedad civil’: los que se salvan del riesgo de exclusión parecen, parecemos, aquejados de esa “fatiga de la compasión” de la que habla Cáritas. Pero no es cuestión de compasión, sino de justicia. Porque, si no estamos aquí para dejar a nuestros hijos un mundo un poco mejor de lo que lo encontramos, ¿para qué diablos estamos?
fjauregui@educa2020.es
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