Un día, allá por 2015, Pablo Iglesias me abordó en un pasillo del Congreso y me dijo: “estoy deseando que hablemos tú y yo”. Luego, nunca jamás: decidió, y así me lo reprochó algún a vez de pasada, que yo era uno de esos periodistas que le eran contrarios, que le criticábamos demasiado, quizá desde una izquierda templada, quién sabe. El personaje, más allá de sus ángulos en lo humano, siempre me pareció políticamente impresentable, y así lo he repetido siempre, de manera que confío en que no se me acuse de hacer leña del árbol caído si digo, y lo digo, que el aún secretario general de Podemos se tiene que retirar cuanto antes si la izquierda tiene que recomponerse en un país en el que casi todo tiene que recomponerse. También la derecha, desde luego.
Lo que está ocurriendo en Podemos, que ni siquiera ha sabido despegarse a tiempo del lamentable régimen venezolano que encarna Maduro, lo hemos visto antes en otras formaciones, pero no tan jóvenes –cinco años de vida activísima—ni de forma tan veloz como lo que estamos ahora contemplando. El declive personal de Pablo Iglesias no comenzó cuando empezó a deshacerse de quienes le habían ayudado a llegar hasta donde ha llegado, desde Errejón hasta Bescansa, pasando por una larga lista de defenestrados; ni siquiera se agravó con la imposición de su pareja como lideresa consorte del partido, un movimiento inaudito; ni con lo del chalet de Galapagar, que me parece lo menos grave de todo, faltaría más.
No: Pablo Iglesias comenzó su caída aquel 22 de enero de 2016, cuando, tras acudir –pantalones vaqueros, en mangas de camisa, ahí queda eso—a ver al Rey, anunció a los chicos de la prensa que él, como una sonrisa del destino, ayudaría a Pedro Sánchez a llegar a La Moncloa, conformándose con la vicepresidencia del Gobierno, la tutela de la televisión pública, de los servicios secretos y yo que sé de cuántos ministerios. Y todo esto, sin habérselo dicho siquiera al propio Sánchez. Luego, dos años y medio después, ciertamente ayudó a Sánchez a encaramarse a la presidencia del Gobierno, pero Iglesias a lo más que pudo aspirar fue a retratarse en La Moncloa cooperando a difundir un proyecto de Presupuestos que aún veremos si llegan a aprobarse. NI vicepresidencias, ni casa de los espías, ni de la tele, ni nada.
Creo que aquel día de comienzos de 2016 fue cuando la gente que aún no le conocía pudo darse cuenta de la real dimensión del peligro que significaba este personaje ambicioso, que se había permitido despreciar como ‘casta’ a las tres cuartas partes del país, que nos había dado lecciones de historia –‘el candado del 78’–, de moral y hasta de vestimenta, ejem. Los españoles, una parte de ellos, entre los que me encontraba, pensaban que Podemos podría haber sido un factor de regeneración de la vida política, como aguijón para un bipartidismo adormecido en sus laureles, que creía que todo le era debido y que podía comportarse como le diera la gana, corruptelas incluidas.
Pero lo que nadie quería era que aquel personaje atípico, y desde luego no solo por su coleta, llegase a gobernar el país. Era obvio que aquello, con los zascandileos en Vistalegre, con los ‘shows’ en el Parlamento, con las sospechas de financiación procedente de Caracas o de Irán, con el insoportable personalismo del ‘prota’ de la película, saldría mal si Pablo Iglesias, y algunos de sus acompañantes, como la propia Irene Montero, o Echenique, o ese Ramón Espinar que acaba de marcharse antecediendo a su amado ya ex jefe, llegaban a pisar moqueta de la de verdad.
Podemos se está descomponiendo y veremos si llega a poder pactar muchos ayuntamientos o presidencias autonómicas tras el ‘superdomingo’ de mayo. Los efectos de lo que está ocurriendo van a ser fulminantes y tendrán reflejo en la gobernación del país, porque Sánchez se queda sin su principal aliado –los independentistas ya andan por otros, divergentes, caminos, y más ahora que empieza ‘el juicio’ y Puigdemont ha entrado en su propia espiral de locura–. La derecha, o el centro-derecha si usted quiere, ve llegada su hora, y me parece que pronto veremos girar la veleta de las encuestas.
Siento tener que decirlo así de directamente, de manera quizá algo simplista, porque la verdad es que en Pablo Iglesias he hallado, también, algunos componentes válidos, y ahí está ejerciendo un papel ejemplar como padre: ha llegado la hora en la que otros, el equipo de Errejón probablemente, se ocupen de algo más que de ganar Madrid en las urnas, que ya veremos si ganan. Pienso, y lo he dicho muchas veces desde hace años, que en una filosofía como la que se le adivina a Errejón, junto con otros, residen las posibilidades de regenerar la izquierda en este país…si es que ellos asumen autocríticamente su papel, que errores también han cometido, y no pocos. Entre ellos, el haber callado hasta ahora.
No sé a qué esperan los del PSOE para, más allá de las simplezas que lanza Adriana Lastra, constatar que el ‘errejonismo’, como el llamazarismo, les es imprescindible para volver a las viejas esencias de Pablo Iglesias (Posse). Y tampoco sé a qué aguardan los de este errejonismo, los de Actúa, los ecologistas, para proceder a este acercamiento antes de que, por mirar solamente hacia las urnas inmediatas, que es como mirar al dedo que señala a la luna y no a la luna, les resulte a todos demasiado tarde. A Aznar, a Felipe González, a Rajoy, a Zapatero, a Sánchez, sus oponentes les dijeron ‘váyase’ cuando ocupaban el poder. A Iglesias son los suyos quienes le están señalando la puerta de la calle; los demás hace tiempo que estamos hartos.
fjauregui@educa2020.es
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