Confieso no sentirme demasiado apasionado ante las elecciones andaluzas y asturianas de este domingo. Primero, por lo previsible del resultado, al menos en el primer caso. Segundo, porque nada nuevo se ha visto bajo el sol mitinero de estas semanas, dominadas por un debate más bien garbancero, por las insidias de baja estofa, por los vídeos y contravídeos de rigor y por las acusaciones cruzadas de corrupción. Mi interés no está en saber si Griñán seguirá de presidente de la Junta –que previsiblemente no— y del socialismo andaluz. Ni en conocer si, victorioso en su tierra, Javier Arenas dejará caer su pasión por la política nacional, es decir, si ya no pretenderá ser un referente de futuro en las hoy tranquilas, a medio plazo agitadas, aguas del PP. Menos aún me fascina conocer si Alvarez-Cascos revalidará la presidencia asturiana o las combinaciones para que alguno de los dos Fernández, el socialista o la popular, se hagan con el sillón. Lo que aguardo con inquietud es lo que pueda ocurrir a partir de este lunes.
Mariano Rajoy, que se marcha a Seúl, no comparecerá, excepto ante los periodistas que le acompañen, para analizar los resultados de estas dos elecciones autonómicas, la una en las antípodas de la geografía nacional respecto de la otra. Pero puedo imaginar perfectamente lo que van a decir los unos y los otros: las reacciones van a durar veinticuatro horas antes de que los titulares sean ocupados por cosas de mucho mayor fuste, buena parte de las cuales tienen que ver con el hecho de que Bruselas y los ‘cabezas de huevo’ de la UE hayan puesto a España bajo vigilancia, para comprobar cómo se cumplen los planes de ajuste. Buen momento para vigilar es este, me temo, puesto que los anuncios del ajuste ‘de verdad’ llegan ahora, en los días inmediatos; veremos cómo son esos temibles y temidos Presupuestos para 2012, veremos si el copago farmacéutico es o no un hecho, veremos cómo quedan los funcionarios, los trabajadores de las empresas públicas…Y veremos cómo reaccionan los ciudadanos a la llamada de los sindicatos a una huelga general que no cambiará el texto de la reforma laboral, pero que sí hará que España esté en los informativos de las televisiones de todo el mundo, y no estoy seguro, ay, de que sea para bien.
Qué quiere usted que le diga: ante lo que nos espera en la última semana de marzo y las primeras de abril me parece bastante secundario cuál vaya a ser el futuro de Griñán, de Arenas, de Cascos o de los mentados Fernández, unidos todos ellos en la escasa calidad de sus campañas y de sus propuestas. Todos ellos, en cualquier caso, tendrían que gobernar de acuerdo con los parámetros de máxima austeridad (y transparencia, esperemos) dictados por el Gobierno. Cualquiera que sea el próximo presidente de ambas comunidades sabe que se acabaron las posibilidades de mirar para otro lado ante los fraudes, que concluyó la era de las iniciativas ‘personalistas’ del virrey autonómico de turno. Y eso, si bien se mira, no es algo necesariamente malo. Que el cambio es algo más que la mudanza en el rostro de quien ocupe el sillón en la sede presidencial de una autonomía, y conviene que ellos, y nosotros, tomemos conciencia de eso; estas pueden ser las últimas elecciones antes del gran pacto nacional que, en mi opinión, cada día resulta más inevitable como inicio de una nueva forma de gobernar.
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