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(El ‘Rey normal’, a punto de cumplir el medio siglo. ¿Y?)
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El análisis de las varias encuestas que se publicaron este fin de semana solamente arroja una conclusión clara, mirando hacia el futuro: el único que sale bien librado en los sondeos se llama Felipe de Borbón, es decir, el jefe del Estado, cuya popularidad roza el 7’5 por ciento sobre diez, más o menos como la que su padre, el Rey emérito, tenía en 1995, antes de que comenzase a caer en picado. Para lo que valgan en estos tiempos inestables, en los que aún desconocemos quién se aliará con quién en las decisivas elecciones catalanas de dentro de mes y medio, las encuestas predicen una clara victoria de Esquerra Republicana y después, quién sabe. Por eso es tan difícil tanto para un comentarista como para cualquier sociólogo, o como para usted, precisar qué diablos va a pasar aquí en un plazo de cuarenta y cinco días. Un mes después de eso, Felipe de Borbón, el ciudadano/institución ya digo que mejor valorado de este país, cumplirá cincuenta años: ¿podrá seguir con sus funciones tan limitadas como hasta ahora, cuando es obvio el papel beneficioso que, como mediador y apaciguador, ha jugado?
Tengo una confianza limitada, lógicamente, en las encuestas: la coyuntura es tan móvil que aún no siquiera sabemos si los candidatos más significativos en las elecciones catalanas estarán en la cárcel o como prófugos en algún país extranjero. Puede que el ganador de esas elecciones según esos sondeos, Oriol Junqueras, sea un recluso de Estremera para cuando se anuncien los resultados que le conviertan en posible, y hasta probable, molt honorable president de la Generalitat. Eso, claro, si consigue imponer su candidatura en una lista inependentista única, que hoy por hoy parece –parece—que quisiera encabezar el fugado Puigdemont, cuyo ‘caso’ empieza a ser estudiado esta semana por la Judicatura belga, famosa por su lentitud… cuando quiere.
Así que, si las encuestas no pueden moverse en el terreno de certeza alguna, qué decir del cronista político. Llevo muchos años tratando, en columnas como esta, siempre en domingo, de intuir qué es lo que nos viene en la semana entrante. Siempre he pensado que nos encaramos con demasiadas ‘semanas decisivas’, como dice, sardónico, mi amigo Carlos Herrera. Nunca como ahora me he sentido tan incapaz de imaginar siquiera lo que puede ocurrir en los próximos siete días. Me cuesta siempre situarme en posiciones de extremo pesimismo, que es lo que correspondería, y por eso, porque me fiaba del sentido común, me he equivocado en no pocos pronósticos. ¿Quién iba a soñar hace apenas tres meses que todo lo que está pasando iba a pasar? “Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido”, titulaba este domingo un colega que realizaba una especie de recopilación del horror político que hemos vivido desde aquel atentado en Las Ramblas el pasado 17 de agosto hasta ayer mismo.
Pero cuando los trabajos demoscópicos mantienen una tenaz tendencia, creo que hay que prestarles alguna atención. Y el Monarca acumula muchas series de apoyos con calificación de notable, mientras los líderes políticos llegan, a lo sumo, a un suspenso más o menos alto y variable, haciendo obvio que la opinión pública, como la publicada, es una veleta a la que mueven vientos inesperados, interesados, desinformados.
Por eso, creo que Felipe de Borbón, en cuanto que institución estable, es la gran baza que nos queda por jugar. Los españoles, incluyendo, o empezando por, catalanes, vascos, gallegos y andaluces, no se fían demasiado de sus políticos. Tampoco, en los casos que corresponden, de sus políticos nacionalistas. Y no diré yo que ahora la figura de Felipe de Borbón despierte una simpatía arrolladora en Cataluña o en Euskadi; pero sí digo que, en comparación con los principales personajes de la política española, saca varios cuerpos de ventaja al resto. Y que la Monarquía es ahora la institución más valorada del país, la única contemplada como capaz de situarse por encima de la ‘melée’ partidista que impregna también, a juicio de los encuestados, a otras instituciones.
Ahora, ese hombre, Felipe de Borbón, cumple cincuenta años. Lo hará a finales de enero, poco más de un mes después de que las urnas, las verdaderas urnas, catalanas arrojen su veredicto. Que es lo que verdaderamente ha de preocuparnos ante el mayor desafío que España tiene ante sí como Estado, como nación, como destino de futuro de todos nosotros. Por eso, me parece desenfocado que, en nombre de la izquierda, Podemos, un partido tan representativo de la insatisfacción de varios millones de españoles como actualmente despistado en sus tácticas y su estrategia, haga del republicanismo agresivo el ‘leit motiv’ de su actuación.
Creo que no es este precisamente el mejor momento para poner en tela de juicio la forma del Estado; ni me parece que la izquierda haya de distinguirse precisamente ahora con la medalla del republicanismo y menos aún del independentismo: eso sería darle sufragios directamente a esa Esquerra Republicana de Catalunya, que sería la que ganaría las elecciones, según las encuestas. ERC es el original del republicanismo y del independentismo, y no la copia. Y es, además, la responsable de todo lo malo que le ha ocurrido a Cataluña casi en el último siglo. No hay sino que ver el desenfoque de sus actuaciones en el Parlamento nacional, intervenciones que rozan los más desaforados esperpentos valleinclanescos.
El PSOE de Felipe González (ahora el de Pedro Sánchez) y el PCE de Carrillo dieron muestras de su realismo al aceptar que la Monarquía tenía, a nivel nacional, una buena acogida en la ciudadanía española. Luego, los comunistas, en el poscarrillismo, especialmente de la mano de Anguita, volvieron a sus postulados más radicalmente tricolores, pero nunca hicieron de ellos el eje central de su política. Pienso que la izquierda-a-la-izquierda tiene ahora cosas más urgentes que hacer, y en las que pensar, que insistir en el descrédito de la Monarquía…y quizá en la profundización del lío territorial. Temo que todos estemos cometiendo todo el tiempo demasiados errores en casi todo: no afianzar ahora lo que representa la Jefatura del Estado sería, quizá, la mayor de todas las equivocaciones en las que podríamos incurrir.
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