He disfrutado de este campeonato mundial de fútbol más que con ningún otro acontecimiento deportivo o masivo de los que hemos vivido los españoles en su conjunto y del que yo tenga memoria. Tengo la mejor opinión de la categoría profesional y personal de la mayor parte de los jugadores, para no hablar ya del seleccionador, mi héroe. He vibrado con la alegría de recuperar la bandera nacional y el orgullo de ser español. Me he quedado ronco con los gritos de ánimo en los visionados conjuntos de los partidos. Pero, al final, creo que hemos puesto una guinda amarga, y bien que siento el tener que decirlo, al magnífico espectáculo deportivo que hemos dado en las últimas semanas.
Lejos de mi ánimo actuar de aguafiestas. Pero mi obligación como comentarista es gritar mi verdad –no tiene por qué ser la verdad de todos, ni de la mayoría–. Y mi verdad es que el fin de fiesta, en la noche del lunes en Madrid, tuvo mucho más de mal gusto, de sal gorda y de algo de España casposa que de la lógica euforia y entusiasmo que haría comprender alguna salida de tono de tal o cual jugador, nervioso ante todo un día de aclamaciones y multitudes. Ignoro quién fue el responsable de organizar el acto junto al Manzanares –sí, ya sé que la Federación tuvo algo que ver en todo ello–, pero pienso que no habría sobrado un poco más de cuidado en el guión, un poco menos de improvisación –aquello llegó a parecer un fuego de campamento– y una selección más completa y plural de los artistas que intervinieron, así como del escenario.
Fue, en suma, algo parecido a un dislate. Como dislate fue que en La Moncloa se organizase una fiesta privada para los funcionarios y sus familiares, mientras habían botar a Zapatero y dos ministras se hacían retratar con Iker Casillas por otra ministra. Todo muy guateque, mientras decenas de miles de personas aguantaban al sol para ver pasar fugazmente el autobús con los muchachos de ‘la roja’, que en esos momentos se dedicaban en exclusiva, porque así lo quiso el guión, a la inmensa familia monclovita. Ya sé que todo ocurrió muy rápido y que a veces las cosas no se piensan porque hay que actuar, pero estoy seguro de que no se hubiese producido ningún cataclismo nuclear si Zapatero, en un rasgo de generosidad y de estadista, hubiese invitado a ‘su’ acto en el palacio presidencial a Mariano Rajoy, Llamazares, Cayo Lara, Rosa Díez, Duran i Lleida, Erkoreka, Uxue Barkos y hasta al diputado de Esquerra catalana Tardá, si se hubiese dignado aceptar la invitación.
Ocasión perdida, pues, de mostrar a cientos de millones de espectadores de todo el mundo que, además de ser capaces de ganar limpiamente –frente a algún adversario no tan limpio—el campeonato mundial de fútbol, dando lustre así al nombre de España, también sabemos organizar la consiguiente celebración masiva, entusiasta, colorista, con un mínimo buen gusto. Y eso, siento decirlo, brilló. Por su ausencia, claro.
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