Ni aunque ganase ganaría Sánchez

Conste que, tras consultarlo con los más prestigiosos responsables de las casas de encuestas, de ninguna manera pienso que la opción Pedro Sánchez pueda ganar las elecciones del 23-j. Su increíble decisión disolviendo las Cámaras y adelantando las elecciones incluso a espaldas de los suyos tiene todas las semejanzas de un tiro en el pie, o en lugar peor, plasmado en la gráfica frase que me soltó un dirigente socialista: “hemos dado las llaves de La Moncloa a Feijoo”. Ignoro cuántas posibilidades se atribuye a sí mismo el resiliente jefe del Gobierno español, pero desde ahora constato que, incluso ganando esos comicios, en las condiciones en las que los ganaría, Sánchez se condenaría a concluir su mandato político nacional.

Sí, porque, utilizando más la lógica que la inteligencia artificial (que hay quien la está empleando ya en busca de escenarios de futuro), España corre el riesgo de tener una votación incluso menor del 40 por ciento en la calurosa, vacacional, imposible, fecha del 23 de julio. Y si los votantes desertan de los colegios electorales, ¿quién podrá convencer a la ‘otra España’, la que resultase perdedora, de que el ganador no representa, en realidad, la voluntad de un país que ha huido de la política que le impone el sacrificio de sus vacaciones, de sus previsiones? No, ni Sánchez ni nadie podría reclamarse vencedor en unos comicios con, pongamos, un 35 por ciento de participación. Y eso, como todo lo inimaginable en este país, es posible que ocurra, sobre todo si pones todos los ingredientes para que así sea.

Pero eso, claro, no ocurrirá. No digo la baja participación, que es muy probable, sino la victoria del actual presidente, salvo mayúsculas sorpresas, conejos increíbles sacados de chisteras prodigiosas, que de cualquier cosa es capaz el desconcertante Sánchez.

Más bien, las cábalas se están centrando ya en quién reemplazaría a un Sánchez que, derrotado (porque claro que se presentará a las elecciones, faltaría más; no crea en los rumores calenturientos), trataría de huir hacia un puesto relevante en el exterior, sea en la OTAN, en la UE, a saber dónde. En el PSOE se ha abierto el ‘quinielódromo’, y escucho hablar de las hipótesis más pintorescas, una vez que la ‘número dos’ del Gobierno, la vicepresidenta Calviño, se ha retirado de la liza. ¿El asturiano Barbón, que pelea por un puñado de votos para mantenerse en el poder?¿El castellano-manchego Emiliano García-Page, que ha abierto una sima en el partido? No, ese no creo. ¿Algún candidato que ha jugado un buen papel, aunque no haya ganado, como Juan Lobato? Demasiado nuevo. Y así, sobre quién será el ‘número dos’ de la candidatura socialista en Madrid, por ejemplo, andan las cábalas. Mientras, viejos socialistas, mirando el retrato del veteranísimo Alfonso Guerra, quién le ha visto y quién le ve, levantan una inútil, demasiado residual, bandera de descontento.

Lo peor de todo es que en el PSOE se ha abierto una nueva crisis interna. Y, tras las de Prieto-Largo Caballero, Suresnes, Almunia-Borrell, Zapatero-Bono, Rubalcaba-Chacón y las protagonizadas por el propio Pedro Sánchez (contra Madina, contra Susana Díaz), van ya ocasiones mil en las que la vieja formación creada en 1879 por Pablo Iglesias (Posse, naturalmente) sobrevivió al agónico final que sí afectó a sus correligionarios franceses, griegos o italianos. El PSOE es mucho PSOE, y no todo él aplaude tan frenéticamente como los parlamentarios el discurso inconcebible de Sánchez el martes, en el que hasta sugirió que quizá quisiesen detenerlo las fuerzas ‘trumpistas’. Demasiado recurso a un imposible golpismo procedente ‘del otro lado’, excesivo tremendismo, peligrosa profundización en la sima de las dos Españas…

Así que al hundimiento del centro (bien ida sea Arrimadas), a los tanteos de la derecha en busca de mayorías –eso merecerá aún muchas crónicas desconcertadas–, al hundimiento de Podemos, a la búsqueda de Sumar, que vaya usted a saber dónde parará, se superpone el (mal) estado interno del partido que más tiempo ha gobernado en España en democracia. Y todo esto en medio del silencio pertinaz del hombre que está en el epicentro de todas las tormentas, Pedro Sánchez, objeto de todas las miradas incluso en la ‘cumbre’ de Moldavia, donde la situación política española se convirtió en la salsa de todas las charlas informales, dicen quienes allí estuvieron, de los euro-responsables por los pasillos. Toma ya desprestigio internacional.

Es difícil asistir impávido a tanto desacierto: el sentido común anda como ausente de nuestras playas. Y, por cierto, hablando de falta de sentido común ¿le tocará a usted ser uno del medio millón de españoles a los que se les convocará para estar en una mesa electoral ese 23 de julio, ya tan cercano? Esa, verá usted, va a ser otra, oh Dios mío. Quizá no solo pierda Sánchez; perdemos todos.

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