Que Estados Unidos es un gran país y que allí la libertad de expresión es algo que se respeta mucho lo demuestra el aplauso mayoritario –ha habido opiniones en contra, sí, pero han sido las menos—al hecho de que tres importantes cadenas de televisión norteamericanas cortasen por lo sano: interrumpieron la emisión en directo del discurso en el que Trump aseguraba haber ganado las elecciones y denunciaba fraude electoral en su contra. ‘Son mentiras’, explicaron, con razón indudable, las teles. Y ya se sabe que en Estados Unidos las mentiras son cosa grave. En otros lugares, no tanto, me parece.
Me hubiese gustado poder titular este comentario con algo así como ‘con Trump se acaba la época de la mentira’. Pero no puedo. No quiero dejarme llevar por el optimismo, entre otras cosas porque el gran ‘trumposo’ se ha embarcado en una extraña batalla legal para que no le desalojen de la Casa Blanca. Pero me hubiese gustado, al menos, poder encabezar este comentario con un titular semejante aplicado a nuestro país, algo así como ‘en España se acabó la era de las falsedades’. Tampoco estoy seguro de que pueda hacerlo. Más bien al contrario, y bien que lo siento.
Supongo que, como ha hecho en otros temas de calado –la reforma del poder judicial, la declaración de alarma hasta mayo–, el Gobierno de Pedro Sánchez dará una cierta marcha atrás en su proyecto de combatir, desde La Moncloa, las ‘fake news’, las ‘campañas de desinformación’, dizque a menudo alentadas desde el extranjero (¿por qué no se cita a la Rusia de Putin de una vez, si esto es lo que se pretende?). Ha sido tal y tan negativa la reacción, incluso llegada desde Europa, ante la orden ministerial creando un difuso Comité contra la desinformación que tengo la impresión de que el Gobierno se ha asustado, incluyendo al omnipotente Godoy que da la impresión de controlar casi por sí solo la vida política nacional.
Lo malo es que, con las huidas del Parlamento, con el control absoluto de la Fiscalía del Estado, con los intentos de controlar el gobierno de los jueces y ahora –faltaban los medios de comunicación– con este paso, que ha provocado el escándalo de los periodistas y de buena parte de la ciudadanía más consciente, el Ejecutivo de Sánchez deja entrever un muy escaso respeto al espíritu de Montesquieu y, en concreto, a determinadas libertades. Está justificada la inquietud ante lo que pudiera haberse pretendido en este ‘combate a la desinformación’ anunciado, de tan desinformativa manera, por la vicepresidenta Calvo. Entre otras cosas, porque la desinformación ha venido no pocas veces de la mano de un Gobierno cuyo ‘gabinete de estrategia’ piensa mucho más en una luenga toma de La Moncloa que en una ciudadanía que se va asfixiando poco a poco. Y así, la invasión al ciudadano se pretende desde la inspección de Hacienda, desde los teléfonos móviles, desde la opacidad en los despachos oficiales, desde la ocupación oficial de cuantos medios pueden. No culpen al mensajero ni al pianista, por favor.
No diré que estamos en el mismo plano que Trump haciéndose fuerte en el despacho oval, porque Sánchez, al fin y al cabo, ha ganado las elecciones y Trump, aunque cosechando casi setenta millones de votos, las ha perdido. Ni el presidente de acá es tan zafio como el de allá, obviamente. Ni tan descaradamente mentiroso, aunque las hemerotecas patrias podrían confeccionar un grueso volumen de inveracidades venidas desde el mundo oficial. Pero lo que sí tengo que decir es que el desdén, incluso el odio, por el periodismo libre es tan acusado, tan iliberal, aquí, en la actual Moncloa, como allí, en la aún actual Casa Blanca. Y que, aun sin saber muy bien cómo acabará la cosa (aquí, digo; allí va a acabar muy mal para Trump, me parece), me resisto a que dos monclovitas, que han mostrado una lealtad mucho más allá de lo razonable a lo que dice y calla ‘el jefe’, sean quienes se erijan en jueces de lo que ha de decirse o no. Que es, simplificando, de lo que se trata. Esto también les va a salir mal, creo. Como a Trump, aunque, por supuesto, no tanto.
fjauregui@educa2020.es
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