Rajoy se la juega, quizá más que nadie

  
El presidente del Gobierno español está ante el reto más formidable que un político pueda afrontar: un intento de golpe que conllevaría la separación de una parte del territorio español. Se juega algo más que su futuro político, y hasta su presente, si la respuesta moderada, contenida, que personalmente ahora apruebo –no su pasividad en el pasado–, no da frutos, y, tras la tarde-noche que sin duda será aciaga –como el resto del día—entre el 1 y el 2 de octubre, Puigdemont ensayase su última locura: lanzarse al balcón de la Generalitat y emular a Companys proclamando no el Estat Catalá, como en 1934, pero sí la República Independiente de Catalunya.
 
No creo que ni siquiera el molt honorable president llegue tan allá en su locura, que desataría reacciones hoy impensables. Más probable me parece que las cosas vayan discurriendo a su modo, que haya votación en algunos lugares, muchas declaraciones en las teles amigas, una rueda de prensa exaltando lo bien que se han comportado los catalanes yendo a votar masivamente –¿quién controlará cuántos?—y satisfacción antes de la nada. Porque, a continuación, Puigdemont se habrá quedado sin planes de futuro, porque ya no habrá futuro: ¿quién va a reconocer los resultados de un referéndum sin censo, con los colegios irregularmente divididos, que se produce en medio de una fractura sin precedentes en el cuerpo social, sin garantías de imparcialidad en los medios, con participación incierta desarrollada en un clima de temor?
 
Ahí, en ese momento, empieza la tragedia de Puigdemont. El se la juega mucho más que Rajoy, porque el presidente del Gobierno central tiene muchas más probabilidades de salir victorioso del lance. Lo malo es calcular cuánto sufrirá su imagen (la de Rajoy, digo), la de su partido y la de sus más inmediatos colaboradores –comenzando por Soraya Sáenz de Santamaría—si las medidas que ha de adoptar para frenar insurrección son crecientemente duras. ¿Resistiría eso la hasta ahora total cohesión existente en el PP, donde ya empiezan a vislumbrarse signos de incomodo y de crítica a la vicepresidenta? Y ¿lo resistiría el frente tan difícilmente hilvanado entre el PP, el PSOE y Ciudadanos?
 
Sí, el flemático Rajoy, sin duda, se la juega, y mucho lamento estar convencido de que a Puigdemont le encanta esta hipótesis, aunque sea cierto que él se juega mucho más. Pero, ah, eso sí: él cree que con esta fuga de toda lógica alcanzará la gloria, quién sabe si incluso la palma del martirio; ya digo que el molt honorable está dando inquietantes síntomas de la misma insania que un día poseyó a Artur Mas y que nunca afectó a Jordi Pujol, enfermo, eso sí, de soberbia y, claro, de avaricia.
 
Todos se la juegan –y nos la jugamos—este 1 de marzo, aunque la mayoría de los españoles ofrezcan la sensación, inexplicable, de que nada de esto va con ellos. Pedro Sánchez, que ha abordado el tren de la unidad de acción algo tarde, es acaso quien puede salir más beneficiado tanto si todo va bien como si va mal: su partido ha sido, al fin y al cabo, el único que ha ofrecido soluciones, parciales y poco convincentes, pero soluciones al fin, para empezar a tratar de resolver la crisis territorial. Pablo iglesias, con el partido dividido al máximo en torno al referéndum, puede experimentar un batacazo tremendo en Cataluña, para no hablar ya del resto de España: ¿es que no sabe que no se pueden conseguir votos en Cataluña y en Zamora al mismo tiempo? O te decantas por unos, o por otros, que ahora no caben actitudes dudosas.
 
A mí, en todo caso, lo que más me preocupa es lo de Rajoy, que al fin y al cabo es quien está manejando el timón del Gobierno y la brújula por donde encaminar el rumbo. Si sale con bien de esta, que lo espero fervientemente, no será sin algún rasguño. Si apenas logra salvar los muebles, manteniendo a trancas y barrancas la unidad del país, al menos eso habremos obtenido. Si se produce la peor de las hipótesis, en la que, ya digo, no creo…mejor ni pensarlo, porque todos sufriríamos mucho. Y es que es mucho lo que puede saltar por los aires, aunque personalmente prefiero ser optimista y pensar que esto acabará, para casi todos –no para Puigdemont, desde luego—en una farsa. A nadie nos conviene que acabe en tragedia; de ahí mi relativo optimismo. Cui prodest?

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